Si alguna utilidad tiene el instrumento de la literatura es
el de la creación en el campo del lenguaje, del léxico, de la construcción de
frases, de la ampliación del sentido. En general, el español ha evolucionado
poco desde que los grandes autores del XVI y del XVII lo fijaran, quizá ha
habido aportaciones desde Sudamérica en el siglo XX, pero parecen marginales.
Para muchos lo que los escritores actuales pueden hacer es afinar el
instrumento, es decir, limarlo, eliminar adiposidades, hacerlo más preciso para
que diga mejor la vida de nuestra época, un español más científico, más claro.
En la primera línea, la de la creación, sigue habiendo escritores que creen que
el español puede crecer, Ricardo Piglia es uno de ellos y en ese sentido puede
leerse Blanco nocturno. Esta novela se inscribe en la tradición
argentina del español, se encuentran ecos de grandes autores como Borges y Bioy
Casares, pero sin imitarlos como venía siendo corriente, sino siguiendo una
línea creativa con vocablos, giros y construcciones del habla popular porteña. Piglia,
y en esto también se parece a Cortázar, aunque éste más en la voluntad de
estilo que en los resultados, actúa al modo del jazz en su irrupción en la
música, introduciendo en la lengua ritmos y sonidos nuevos. Hay que leerlo con
mucha atención, detenidamente, no como se hace con la mayor parte de los
productos literarios que se publicitan, que se leen a velocidad de Ave sin por
ello perder el sentido. Muchas veces hay que volver a leer la frase y no
siempre se acaba por atrapar lo que quiere decir el autor. Lo que no sé es si
el esfuerzo de Piglia, y otros autores como él, redunda en una ampliación de
conciencia, es decir, si sirve para conocernos mejor, para conocer mejor el
mundo, si el material nuevo que introduce se va a incorporar al habla común y
hacer más rico el español.
Eso que
explico de Blanco nocturno sirve cuando el autor reconstruye diálogos,
enfrenta a personajes o narra historias apegadas al terreno, sin embargo
cuando, al final, se pone discursivo, cuando intenta rematar su historia, no
funciona, entonces su español es más normal, más académico más esperable.
Porque esta novela está tejida con los mimbres de la novela negra: un crimen,
el asesinato de un forastero que llega como una piedra a un estanque,
alborotando el apacible remanso, un comisario, viejo, resabiado, con conciencia
de su digno oficio, que desconfía de las apariencias, y que como todo
investigador que se precie ha de ser racional al máximo pero por caminos
retorcidos –necesita a su lado un Watson para aclararse, mezclarse con el
pueblo, pero también aislarse- y un asesino escurridizo. Ahí está la gracia
siempre de este tipo de novelas, un falso culpable y un fondo identificable
donde se mezclan las intrigas de los poderosos, de los arribistas, de los
advenedizos, donde los que tienen el estatus de dominio social quieren
mantenerlo y los que no lo tienen conseguirlo y en ese choque de placas
sociales se producen los accidentes que pretende más que explicar mostrar la
novela negra.
Cosa muy
distinta es que Blanco nocturno sea una novela redonda. Es admirable,
como decía, el intento de estirar, retorcer, romper, reconstruir el español
sometiéndolo a paisajes inhabituales, a forzarle a decir las cosas de otro
modo, aunque es posible que el forcejeo se deba más a la voluntad que a la
necesidad y por tanto más que ayudar a entender oscurezca. Algo parecido ocurre
con la historia, comienza siendo atractiva, la intriga interesa al lector, pero
la trama que no es excesivamente complicada acaba oscureciéndose por el empeño
del autor por querer decir más de lo que hay, más de lo que ofrece.
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