
Eso que
explico de Blanco nocturno sirve cuando el autor reconstruye diálogos,
enfrenta a personajes o narra historias apegadas al terreno, sin embargo
cuando, al final, se pone discursivo, cuando intenta rematar su historia, no
funciona, entonces su español es más normal, más académico más esperable.
Porque esta novela está tejida con los mimbres de la novela negra: un crimen,
el asesinato de un forastero que llega como una piedra a un estanque,
alborotando el apacible remanso, un comisario, viejo, resabiado, con conciencia
de su digno oficio, que desconfía de las apariencias, y que como todo
investigador que se precie ha de ser racional al máximo pero por caminos
retorcidos –necesita a su lado un Watson para aclararse, mezclarse con el
pueblo, pero también aislarse- y un asesino escurridizo. Ahí está la gracia
siempre de este tipo de novelas, un falso culpable y un fondo identificable
donde se mezclan las intrigas de los poderosos, de los arribistas, de los
advenedizos, donde los que tienen el estatus de dominio social quieren
mantenerlo y los que no lo tienen conseguirlo y en ese choque de placas
sociales se producen los accidentes que pretende más que explicar mostrar la
novela negra.
Cosa muy
distinta es que Blanco nocturno sea una novela redonda. Es admirable,
como decía, el intento de estirar, retorcer, romper, reconstruir el español
sometiéndolo a paisajes inhabituales, a forzarle a decir las cosas de otro
modo, aunque es posible que el forcejeo se deba más a la voluntad que a la
necesidad y por tanto más que ayudar a entender oscurezca. Algo parecido ocurre
con la historia, comienza siendo atractiva, la intriga interesa al lector, pero
la trama que no es excesivamente complicada acaba oscureciéndose por el empeño
del autor por querer decir más de lo que hay, más de lo que ofrece.
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