lunes, 6 de febrero de 2012

Blanco nocturno


          Si alguna utilidad tiene el instrumento de la literatura es el de la creación en el campo del lenguaje, del léxico, de la construcción de frases, de la ampliación del sentido. En general, el español ha evolucionado poco desde que los grandes autores del XVI y del XVII lo fijaran, quizá ha habido aportaciones desde Sudamérica en el siglo XX, pero parecen marginales. Para muchos lo que los escritores actuales pueden hacer es afinar el instrumento, es decir, limarlo, eliminar adiposidades, hacerlo más preciso para que diga mejor la vida de nuestra época, un español más científico, más claro. En la primera línea, la de la creación, sigue habiendo escritores que creen que el español puede crecer, Ricardo Piglia es uno de ellos y en ese sentido puede leerse Blanco nocturno. Esta novela se inscribe en la tradición argentina del español, se encuentran ecos de grandes autores como Borges y Bioy Casares, pero sin imitarlos como venía siendo corriente, sino siguiendo una línea creativa con vocablos, giros y construcciones del habla popular porteña. Piglia, y en esto también se parece a Cortázar, aunque éste más en la voluntad de estilo que en los resultados, actúa al modo del jazz en su irrupción en la música, introduciendo en la lengua ritmos y sonidos nuevos. Hay que leerlo con mucha atención, detenidamente, no como se hace con la mayor parte de los productos literarios que se publicitan, que se leen a velocidad de Ave sin por ello perder el sentido. Muchas veces hay que volver a leer la frase y no siempre se acaba por atrapar lo que quiere decir el autor. Lo que no sé es si el esfuerzo de Piglia, y otros autores como él, redunda en una ampliación de conciencia, es decir, si sirve para conocernos mejor, para conocer mejor el mundo, si el material nuevo que introduce se va a incorporar al habla común y hacer más rico el español.

            Eso que explico de Blanco nocturno sirve cuando el autor reconstruye diálogos, enfrenta a personajes o narra historias apegadas al terreno, sin embargo cuando, al final, se pone discursivo, cuando intenta rematar su historia, no funciona, entonces su español es más normal, más académico más esperable. Porque esta novela está tejida con los mimbres de la novela negra: un crimen, el asesinato de un forastero que llega como una piedra a un estanque, alborotando el apacible remanso, un comisario, viejo, resabiado, con conciencia de su digno oficio, que desconfía de las apariencias, y que como todo investigador que se precie ha de ser racional al máximo pero por caminos retorcidos –necesita a su lado un Watson para aclararse, mezclarse con el pueblo, pero también aislarse- y un asesino escurridizo. Ahí está la gracia siempre de este tipo de novelas, un falso culpable y un fondo identificable donde se mezclan las intrigas de los poderosos, de los arribistas, de los advenedizos, donde los que tienen el estatus de dominio social quieren mantenerlo y los que no lo tienen conseguirlo y en ese choque de placas sociales se producen los accidentes que pretende más que explicar mostrar la novela negra.

            Cosa muy distinta es que Blanco nocturno sea una novela redonda. Es admirable, como decía, el intento de estirar, retorcer, romper, reconstruir el español sometiéndolo a paisajes inhabituales, a forzarle a decir las cosas de otro modo, aunque es posible que el forcejeo se deba más a la voluntad que a la necesidad y por tanto más que ayudar a entender oscurezca. Algo parecido ocurre con la historia, comienza siendo atractiva, la intriga interesa al lector, pero la trama que no es excesivamente complicada acaba oscureciéndose por el empeño del autor por querer decir más de lo que hay, más de lo que ofrece.

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