“No debemos seguir a quienes nos aconsejan que por ser humanos pensemos y elijamos humanamente, y por ser mortales lo hagamos como mortales, sino que, en la medida de lo posible, debemos inmortalizarnos y hacer todo lo que está en nuestra mano para vivir de acuerdo con lo mejor de nosotros mismos”. (Aristóteles, Ética a Nicómaco).
“Los
hombres mueren y no son dichosos”, decía Albert Camus por boca de Calígula. Es
lo que constatamos pero contra lo que nos rebelamos. A veces esa rebelión ha
ido demasiado lejos, si tornamos las páginas hacia atrás, en el cercano siglo
XX tenemos muchos ejemplos. La naturaleza humana está a medio hacer, los siglos
han visto de un modo u otro el empeño por completarla, con grandes aciertos o
con funestos resultados, la doble cara del dios Jano.
América
para el imaginario español o europeo fue la posibilidad de lo imposible, todo
lo imaginable se encontraría remontando el río o atravesando la cadena de
montañas. "Los españoles. ¡Los españoles!...Esos hombres quisieron ser
demasiado", decía Nietzsche. Las corrientes espiritualistas han ido por el
lado de la forja de un hombre nuevo sobre las cenizas del viejo. En ambos casos
tal empeño produjo grandes males, pero ese afán no puede abandonarnos:
“El ser humano parece estar motivado para realizar cosas que sin su acción no se producirían. Con frecuencia se identifica con las cosas que podría hacer: su obra es la extensión de sí mismo”. (Tomo esta nota de Joseph Nuttin del libro Pequeño tratado de los grandes vicios de José Antonio Marina).
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