Lo que pasa con estilos tan marcados como el de Aki
Kaurismaki es la sensación de repetición, de ya visto, de cliché. Puede que al
que no haya visto otras pelis del autor finlandés El Havre le emocione.
La historia se resume muy fácilmente. En ese puerto del canal de la Mancha un carguero
desembarca contenedores. En el interior de uno de ellos hay un grupo de negros
africanos, cuando llega la policía de inmigración un chaval escapa corriendo. Un
grupo de vecinos, con el protagonismo del zapatero, se hace cargo del muchacho,
lo alimenta y lo esconde, no sólo eso, reúne el dinero para que pueda cruzar el
canal clandestinamente para llegar a Londres, donde su madre trabaja como
inmigrante sin papeles. Pero lo importa en la peli no es esa historia que ha
sido despojada de cualquier adorno innecesario, sino el estilo Kaurismaki. La
peli tiene un aire de cuento moral, como una narración oral al estilo antiguo,
aunque aquí el cuento se dice con imágenes. Por ello quiere ser intemporal, la
admonición y la moraleja tiene que ver con nuestra época, la inmigración, la
insensibilidad del gobierno contrapuesta a la solidaridad de los pobres, pero
la escenografía es antigua, en un punto indefinido de los cincuenta o sesenta.
Kaurismaki despoja cada encuadre hasta convertirlo en un bodegón, un retrato
esencial o una pintura realista. Hasta tal punto busca la austeridad expresiva,
pictórica, que casi inmoviliza a los personajes en escenas donde a veces da la
impresión de torpeza en la filmación, aunque lo que parece querer hacer el
autor es reducirlo todo a la mínima expresión. Interiores austeros, grupos
humanos que parlotean, figuras exhibidas en un desamparo metafísico, hasta el
punto de que los actores parecen tener prohibido cualquier gesto expresivo.
Kaurismaki ha escogido actores viejos para representar a casi todos sus
personajes, para mostrar arrugas y cansancio existencial como se muestran rosas
rojas o amarillas en un jarrón de cristal. Su película es una sucesión de
estampas antiguas, reproducciones de naturalezas muertas que hemos visto en las
revistas ilustradas de pintores impresionistas, o retratos individuales o de
grupo, en este caso de pintores expresionistas como Edward Munch. El principal
problema, creo, es la sensación de dejà vu, su frialdad expresiva deja
indiferente al espectador, al menos a mí, y si quiere trasmitir la idea de la
caducidad de Europa no creo que lo logre porque se ve como el exabrupto del
hombre que está de vuelta de todo o como el chiste de un cínico o como el
escupitajo de un borracho.
En realidad el mundo que se dibuja en la peli no existe, no
existe la fraternidad de los pobres, no existen los fumadores compulsivos, o
quedan muy pocos, tampoco los tenderos de barrio generosos, es difícil de
aceptar tanta frialdad en un país sureño, aunque Le Havre esté en el norte de
Francia.
Algunos
críticos han visto en esta peli un optimismo que yo no veo por ningún lado, es
como si juzgasen un cementerio por los lirios que brotan en las tumbas. Ante
las pelis de Kaurismaki, creo, sólo caben sesudas interpretaciones por parte de
críticos entregados, que supongo que a él no deben hacerle mucha gracia, o sí,
o un pesimismo radical por parte del espectador ingenuo, si es que existe, o la
sensación de tomadura de pelo; Kaurismaki hace pelis para sobrevivir, como un
zapatero hace zapatos.
“Soy un gran mentiroso”.
“No. Es sólo que cuando más pesimista me siento, cuando menos confío en la humanidad, las películas me acaban saliendo más optimistas. Es algo complejo. No me malentiendas: a mí me gustan las personas, lo que no me gusta es su actitud. Y odio el sistema que lo rige, ya sea el capitalista o el comunista. No creo que el planeta nos aguante durante mucho más tiempo”.
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