1. Es corrupción, aunque quizá no la más grave, estafar al
Estado, malversar caudales públicos, aprovecharse de información privilegiada,
colocar en la administración a familiares y amigos, exigir comisiones o favores
personales a cambio de contratos en trabajos para el Estado, aprovecharse en
general de una posición política singular obtenida mediante los votos o por
oposiciones a altas magistraturas para obtener o conceder beneficios personales. Esa corrupción en
general repugna al ciudadano y es fácil de detectar y perseguir, aunque suele
faltar la voluntad política para hacerlo. Más grave, más peligrosa, por ser más
difícil de asumir como tal por el ciudadano y por tanto casi imposible de perseguir,
es aquella otra que consiste en presionar sutil o manifiestamente, mediante
declaraciones, actos públicos, concentraciones de masas o creando una atmósfera
social mayoritaria tratando de forzar a las instituciones democráticas, como
hacen los partidarios de un equipo de fútbol al árbitro, a que actúen en un
determinado sentido, en beneficio parcial de una causa, a contrapelo de la ley.
Es lo que
está sucediendo en el caso Garzón, no con el propio juez que está en su derecho
para defenderse como crea oportuno, sino con sus amigos y partidarios que
tachan a quienes lo juzgan de fascistas, de extrema derecha, de
antidemocráticos, es decir, de hacer lo que ellos hacen, intentando forzar a
que la justicia no actúe como se espera de ella, fría y ciega, sino con
criterios marcados por ellos. Es el caso también del pertinaz discurso de los nacionalistas, de la
presión mediante la amenaza, que tan buenos frutos les ha dado hasta ahora, “si
no nos dais lo que pedimos entonces vais a ver como pedimos la
autodeterminación, nos separamos, nos independizamos”, consiguiendo que los deseos
de una parte de la población del territorio se imponga a la otra parte que está
callada y encaja. Es una corrupción que si prospera y se convierte en costumbre
acabaría en un sistema totalitario donde la justicia y las instituciones
democráticas dejarían de serlo para convertirse en voluntad del déspota.
2. En algún momento la percepción generalizada, el cabreo
social, de que además de injusta es irrazonable la desproporción entre los
elevados salarios, dietas, bonus, premios de jubilación de ejecutivos de la
banca y grandes empresas, justificados por un supuesto valor añadido que logran
para sus empresas, que en la actual situación no es tal sino mala gestión,
quiebra, cuando no fraude y malversación del dinero recibido del Estado, y los
más modestos salarios de los que trabajan o la compensación a los que han
dejado de trabajar o la ayuda a quienes no encuentran trabajo o lo han perdido,
ha de convertirse, además de en castigo social en forma de deshonra pública, en
enjuiciamiento y castigo. El ajuste de la moral pública, entre formulación y
ejercicio, es lento pero inexorable, y los políticos que tienen en sus manos
cambiar la legislación que no lo comprendan serán castigados con aquellos.
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