sábado, 20 de agosto de 2011

3. Aigüestortes


Hasta el parque de Aigüestortes llega la invasión familiar. Los aparcamientos, los caminos pedregosos que bordean el Embalse de los Caballeros, la subida ardua hacia los estanques están llenos de padres y madres con mochilas de bebés a la espalda, niños y adolescentes; de padres solos haciendo terapia con sus hijos; muchos de ellos  franceses, y no son los niños quienes menos tiran hacia arriba. Una pasión insospechada por los parques nacionales la que en esta hora invade a las familias.

Los hoteles de la zona están a rebosar, las iglesias de Boí, los restaurantes. Una despreocupación por los descensos de la bolsa y la implosión de la deuda. La angustia sólo se ve en el cuidado exquisito hacia la infancia, en el exceso de atención a las criaturas.


La importancia de las aguas de Caldes de Boí está en relación a la distancia. A finales del XIX se tardaba trece horas en llegar desde Barcelona. Había entonces una confianza religiosa en los efectos de las aguas termales, o medicinales como se decía. Ahora que están tan cerca de cualquier sitio apenas es un refugio de la senectud; unos pocos viejos embutidos en batas blancas se acercan a las aguas o hunden sus miradas en novelas gastadas en el borde de las piscinas. Personajes de Hopper. Sólo unos pocos niños, su compañía, chapotean en el agua.

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