viernes, 19 de agosto de 2011

Un graznido, un grito, una queja


Esta tarde, en medio del denso calor que ceñía los cuerpos, hemos subido al castro. Abrían la iglesia para llenarla de flores y adornarla con sabanillas. Mañana hacen jornada de puertas abiertas en las iglesias del valle. Es una tradición reciente. Mientras llegaban las mujeres, cámara en mano, he rodeado la iglesia, por la parte de sombra, para llegar a la cabecera y fotografiar de nuevo sus originales columnas y capiteles románicos. Al llegar al limbo -la pared del cementerio divide en dos la cabecera y es difícil ver la parte que queda tras la tapia- me he fijado en que la tapia tenía una abertura triangular en la parte de arriba. Me he acercado para mirar al interior. Entonces he oído un graznido, un sonido, un grito, una queja. Me he echado atrás sorprendido, pero atento por ver si se repetía, pero no ha ocurrido. No he oído ningún aleteo, ni movimiento en la hierba, ni entre los ramos que la gente arroja al limbo cuando se secan en las lápidas vecinas. El silencio era tan denso como el calor de la tarde. He permanecido un rato observando, pero no he sabido dar con su origen. El sonido ha quedado en mi oído, procedía de allí, de aquella superficie atestada de hierba y ramos, parecía un graznido, pero no podía serlo porque acababa en un sonido metálico, como una queja encauzada en un tubo. Es una imagen, no soy capaz de describirlo de otro modo. He dejado el limbo y la cabecera, he vuelto a la iglesia que ya estaba abierta, con lirios blancos y girasoles y otras plantas en el suelo, a la espera de ser puestos en jarrones. Reconfortaba la fresca atmósfera de la nave.

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