jueves, 9 de junio de 2011

Es el realismo



Leo durante un par de horas, sin apartar los ojos de las páginas que voy pasando, primero tendido en la cama y luego en el sofá, vestido, camiseta y pantalón, y con la mantilla encima, en una especie de prolongación de la siesta, con la nuca orientada hacia la luz de la tarde que se refleja en el bloque de enfrente. Leo con atención dispersa, no siempre con la conciencia atenta a lo que voy descifrando línea tras línea, sobre un joven escritor que escoge París para alejarse del país del que procede y también de la literatura, aunque no lo consigue del todo, porque no hay ciudad más literaria que esa ciudad y además porque está escribiendo lo que yo leo, es decir, de su interés por abandonar la escritura, un escritor que rehuye sin él saberlo el encuentro con un novelista que de visita en la ciudad quiere verlo para hablar, supongo, de literatura, aunque no sólo trata de eso, también escribe sobre cómo le va, que se ha quedado sin blanca, por ejemplo, como le pasó a Orwell en la misma ciudad, y ha de quedar por fuerza en París hasta que amanezca el día en que la compañía de trenes le permita marcharse, que es el día que tiene marcado en el billete de vuelta, pero si el escritor que quiere dejar de serlo sin conseguirlo tiene sus problemas yo tengo los míos que me asaltan durante la lectura y la interrumpen de modo que mis ojos resbalan sobre los signos sin descifrarlos y siguen adelante o bien vuelvo hacia atrás para ver si me he perdido algo, aunque no me pierdo nada, porque el escritor no cuenta nada o eso parece querer decir, aunque de vez en cuando haya frases que se ponen serias y afirmaciones que requieren puntuación, porque en uno o dos pisos por encima de la lectura algo trabaja en mi cabeza, una llamada que ha de sonar en el móvil, unos cursos que he de hacer en julio que no me apetece hacer o un viaje que no acaba de tomar cuerpo, y en un piso por debajo un saxofonista aficionado no acaba hoy de encontrar la nota o tiene los dedos huidizos o también en él varios pisos pugnan por trastabillar su conciencia de músico sin condición. 

El relato largo se llama Es el realismo, creo, de Patricio Pron, lo tengo que comprobar ahora que lo he acabado, pues no me fijo en los títulos cuando comienzo cualquier lectura, y me he puesto a escribir mientras sigo pendiente de la llamada, miro hacia el sol que aún me deslumbra en la blanca persiana del último piso del bloque que hace esquina, después de haberme incorporado para comer un plátano y unas cerezas, en tanto se calienta el portátil y se abren todos los programas necesarios para que yo pueda teclear. La llamada que espero es de una mujer que me tiene algo abandonado y de la que espero lo que espera cualquier hombre de una mujer, que no es ni por asomo que me diga que ambos pertenecemos al mismo país y que la misma bandera nos envuelve. Es cosa notable que, aunque los dos hayamos viajado bastante, ella nunca haya estado es París, ya que París no es sólo la ciudad por antonomasia de la literatura, aunque no era ese el viaje que queríamos programar, pues, quién no sabe que de París siempre se regresa, porque, como el turista que va hacia las momias egipcias, el principal tesoro de su gran museo, el avión o el tren que te llevan a París te sumergen el pasado, en una escenografía que Christo, el artista del land art, envolvió con papel de embalar. Este es el punto en que el móvil me sobresalta y dejo de escribir, cuando el sol de la persiana de enfrente comienza a empalidecer.

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