miércoles, 8 de junio de 2011

Chéjov en vida

Tiene poco valor decir que un libro te cambia la vida. Mucha gente lo ha dicho. Es una frase para plasmar el entusiasmo del momento. La figura de Chéjov se agiganta en esta biografía: Chéjov en vida. De creer a sus contemporáneos era un santo laico. Hizo de la escritura la expresión de la santidad. Hay mucha gente que lo ha imitado. Aunque la comunidad de los escritores es peculiar: son pocos y solitarios. Pero las ideas veraces (y ejemplares), que no se propagan en línea recta, acaban por triunfar a largo plazo. La escritura desde entonces se ha ido depurando. Escribe:
“Para qué escribir que alguien estaba sentado en un submarino e iba al Polo Norte a reconciliarse con el mundo, y en aquel momento su amada, lanzando un dramático gemido, se tiraba desde lo alto de un campanario? Todo eso es mentira y no sucede en la realidad. Hay que escribir con sencillez: sobre cómo Piotr Semiónovivh se casó con María Ivánovna. Eso es todo. Y luego, ¿para que esos subtítulos, estudio psíquico, género, novela? Son todo pretensiones. Ponga un título sencillo, da igual, el primero que le pase por la cabeza, y nada más. También use menos las comillas, las cursivas y la raya: queda demasiado afectado”.
“La riqueza y la fuerza expresiva sólo se consiguen con la sencillez, con frases tan simples como: el sol se puso, anocheció, llovió, etcétera”.
Como Tolstói, Chéjov también creía que la escritura tenía un paralelo en la vida. También la vida se puede depurar. Gracias a ella somos más libres. Así le escribe a su hermana:
“Dile a nuestra madre que, se porten como se porten los perros y los samovares, después del verano tiene que venir el invierno, después de la juventud, la vejez, después de la fortuna, la desgracia y viceversa; un hombre no puede estar toda la vida sano  alegre, siempre le esperan pérdidas, no puede salvaguardarse de la muerte sea Alejandro Magno (…) Lo único que hay que hacer es, en la medida de lo posible, cumplir con el propio deber. Y nada más”.
En este libro está todo Chéjov, el escritor que nació antes de tiempo. Quizá había que dejar pasar todo el siglo XX para volver a engancharnos a él.
Chéjov en vida es apasionante. No podía haber sospechado que un libro de fragmentos: cartas del autor, cartas que le escribieron -¡Cartas! ¡escribió más de 4.500 cartas!-, diarios, recuerdos, de él, de sus familiares, de sus amigos, de otros escritores, fragmentos de sus obras con breves apostillas del compilador, pudiese atraparme de tal modo. Este tipo de compilación biográfica –“Recolección exhaustiva de testimonios reales de sus coetáneos”-, dedicada a los grandes escritores, es un género en Rusia: Pushkin en vida; Gógol en vida. Todo me interesa. Lo he devorado como el mejor relato. Cada capítulo es una historia que recrea un aspecto de la vida de Chéjov. Cada uno de ellos es una historia: su vida familiar, Taganrog, Moscú, San Petersburgo, la escuela, su visión del mundo, su relación con otros escritores –Suvorin, Tolstói, Gorgi, Bunin-, la relación con las mujeres, el erotismo, la vida cotidiana, el humor, los viajes, el teatro, el dinero, la enfermedad, los derechos de autor. Cada capítulo va avanzando en su evolución vital. Es más que lo que una biografía convencional puede ofrecer. Se nos muestra lo que Chéjov pensaba de sí mismo, cómo trabajaba, lo que decían de él, lo que hace, lo que escribe. Los quebrantos de su cuerpo y los estados de su alma, si lo dijésemos con el lenguaje de hace un siglo, siempre fiel a lo que ve. Así, tras su viaje a Sajalín, donde descubre el horror del despotismo del zar, confiesa: “Me crece la barriga y empiezo a sufrir de impotencia”. 


Chéjov era un hombre atractivo en muchos sentidos. Las mujeres se le acercaban, pero el desconfiaba de la pasión.
“… Ceilán, el lugar donde está el paraíso (…). Cuando tenga hijos, les diré sin arrogancia: Hijos de perra, he copulado con indias de ojos oscuros… ¿Y dónde? En un bosque de cocoteros, a la luz de la luna”.
Hay historias de coqueteo que duran toda su vida; mujeres que le esperan y acaban casándose con otro. Y está la historia patética de Avílova, una mujer, con tres hijos, que se carteaba con él, que se inventó una historia de amor y la dejó por escrito. O Lika que después de esperar inútilmente se fugó con otro escritor casado a París, tuvo un hijo y éste la abandonó. Siguió carteándose con Chéjov y al final se casó con un director teatral. Y está la historia de su devota hermana, Masha, que renuncia a su propia vida para entregarla a su hermano.

Un ejemplo de su manera de contar las cosas es una historia con una japonesa:
“En Blagovéschensk suelen aparecer japoneses o, mejor, japonesas. Son mujeres menudas, de cabello moreno y peinados intrincados, sus cuerpos son bonitos y, como me parecio a mí, de caderas estrechas. Visten con elegancia. En su lengua abunda el sonido tss (…) La habitación de la japonesa es limpia, de un romanticismo asiático, llena de cosas diminutas, no hay palanganas, ni caucho, ni retratos de generales. La cama es ancha con una pequeña almohada. La almohada es para ti; la japonesa para no estropearse el peinado, pone la cabeza sobre un soporte de madera (…) En el acto demuestra una habilidad admirable, hasta el punto de que parece que, más que poseerla, participas en una carrera de caballos de la escuela superior. Cuando uno se corre, la japonesa, con los dientes, se saca de la manga un pedazo de algodón, le coge el y se lo limpia mientras el algodón cosquillea su vientre. Y todo ello lo hace de manera coqueta, riéndose, cantando y con sus tts…”.
Aunque no hay que olvidar que Antón Chéjov (Taganrog, 1860-Badenweiler, 1904) murió a los 44 años. Todo proyecto humano ha de tener la conciencia del límite. Es cierto que el ejemplo de la escritura de Chéjov le ha sobrevivido, que escribir limpiamente hace la vida menos angustiosa, pero la propia humanidad tiene los días contados.
“Era sincero, lo que es ya en sí un gran mérito: escribía sobre lo que veía y cómo lo veía… ¡Gracias a su sinceridad creó, según mi punto de vista, una forma de escribir nueva, absolutamente nueva, para todo el mundo, como no lo he encontrado en ningún otro lugar!” (Tolstói).
Chéjov padeció los últimos años de tuberculosis. A pesar de ser médico –Chéjov combinó la medicina y la escritura- no se cuidó. Pasó muchas temporadas en su casa de Yalta, buscando un clima agradable. Continuamente planeaba viajes. Murió con una copa de champán en la mano, invitado por su médico alemán, en el balneario de Badenweiler, cuando el siglo comenzaba.

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