jueves, 5 de mayo de 2011

Culpa, expiación y cambio

Luis Benedit / y al principio fue la codicia
Casi 25 millones de parados, una deuda descomunal -el Estado dedica una cuarta parte del gasto a pagar intereses-, un estado anímico por los suelos. "Tenemos la responsabilidad de combatir una crisis que no generamos", dice el presidente del gobierno. ¿Pero quién la ha generado, es que no hay responsables?

A la mayoría de los españoles se nos va a encoger el nivel de vida. Unos habrán perdido el empleo, otros tardarán en encontrar uno y en perores condiciones y a otros les habrán rebajado el sueldo. Todos sufriremos la subida generalizada de precios, seremos más pobres. Sin embargo, como ha sucedido en anteriores ocasiones, habrá quien no sólo no saldrá perdiendo, sino que seguirá ganando o ganará más: unos manteniendo sus cargos, otros aumentando sus beneficios.

Uno de los asuntos más llamativos de esta crisis es la ausencia de culpables y por tanto de rostros a los que exigir responsabilidades. Culpa y expiación. Sobre esos conceptos está construida buena parte de nuestra cultura. Es necesario salir de la indiferencia, hacer frente a la crisis buscando las causas que la provocaron, los responsables, para poder salir de ella.

Nunca como hasta ahora nuestra capacidad de modificar las cosas habrá sido mayor. Probablemente no somos conscientes del poder que tienen nuestras decisiones individuales, las políticas y las económicas. Para empezar debemos asumir nuestra parte de responsabilidad. Nuestra ingenua credulidad pasada, pensando que podíamos gastar y endeudarnos sin freno. Debemos asumir el coste y aprender para la próxima ocasión. ¿Hemos aprendido que acumular cosas no produce felicidad, que vivir con menos produce menos ansiedad y es más cómodo vivir? ¿Hemos aprendido a despreciar a los que obtienen su fortuna especulando y con ello a producir estragos en el bien común? Señala Santos Juliá que la nueva clase que nos gobierna no es la antigua burguesía,
La nueva clase financiera, sin embargo, es desalmada: no bien el Estado ha acudido a su rescate y ya vuelve a repartirse, sobre las ruinas provocadas por ella misma, los millones de dólares como si aquí no hubiera pasado nada. Y si la vieja burguesía hubo de avenirse a un compromiso, es claro que a esta nueva clase el Estado no sabe o no puede protegerla de su propia codicia; no le queda más opción que destruirla.
Cuando la mayoría asumamos y mostremos que la codicia, las grandes fortunas, las exhibiciones de objetos valiosos no nos atraen y nos parecen gratuitas y ofensivas terminaremos modificando la conducta de gente a la que ahora envidiamos o admiramos. Una gran mansión, una colección de coches o yates no deben decirnos nada. Del mismo modo que hemos otorgado fama podemos retirarla. Podemos convertir en parias con nuestro desprecio o indiferencia a los que hemos puesto en el Olimpo.

Hubo un tiempo en el pasado que la mayor gloria de un individuo era el reconocimiento de la comunidad por sus servicios desinteresados al bien común. Los generales romanos victoriosos, por ejemplo, ofrecían nuevos foros o teatros o circos a la ciudadanía. Los grandes patricios ofrecían parte de su patrimonio a la ciudad. Los arcontes, los magistrados, los cónsules no cobraban, era un honor ser nombrado. Deberíamos recuperar el valor del trabajo desinteresado a la comunidad: valorar a los profesionales por su virtud pública, no por los bonus que sus empresas les otorgan. Debemos despreciar a los que se hacen valer por el tamaño de su sueldo, expulsarlos de la ciudad. Siempre habrá jóvenes inteligentes -los jóvenes siempre son más inteligentes- dispuestos a reemplazarlos.

La otra obligación de la que no debemos dimitir es la de decidir políticamente. Hemos de salir de la postración y de la desconfianza.
Cada vez menos votantes acuden a las urnas, cada vez menos accionistas elevan su voz en las juntas y cada vez menos lectores reclaman independencia y objetividad a sus medios. Un sistema que aspira a la regeneración moral, necesita que sus miembros asuman el coste a corto plazo de significarse, decir no cuando proceda y proponer estrategias alternativas.
Es un error renunciar a emitir nuestro voto. La suma de muchas decisiones personales puede modificar el tejido del poder. Renunciar a decidir es refrendar en el poder a quien ya lo tiene. No se trata de decidir entre dos opciones, hay muchas, cada cual debe reflexionar sobre la que más le conviene. La suma de nuestros actos económicos y de nuestras decisiones políticas es lo que regenerará la vida de la sociedad.

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