martes, 15 de febrero de 2011

Valor de ley (True Grit)

A los hermanos Coen les da la risa. El humor que siempre ha recorrido sus películas se hace cada vez más seco y sarcástico, más depurado y menos sentimental. Es algo que se ve hasta fuera de pantalla, en sus escasas apariciones públicas. Y para el tipo de cine que practican, el cine de género, va muy bien. Es lo que sucede en este western, True Grit, de un clasicismo depurado, esteticista, frío, con tipos genéricos, arquetípicos, como el viejo agente de la ley Rooster Cogburn, interpretado por un Jeff Bridges muy contenido si se le compara con el John Wayne de la versión de 1969 de Haenry Hathaway, con un paisaje horizontal y profundo en el que se complacen hasta el exhibicionismo. Qué bien fotografiados están esos bosques de pinos, abedules en la versión de Hathaway, que parecen sacados del Botticelli del Prado, o el desierto nevado y la tierra dura, helada, en la que es imposible enterrar los numerosos cadáveres que Rooster Cogburn va sembrando sin posible cosecha; como la música minimalista que apenas interfiere en la acción, o el ritmo pausado que lleva de una a otra escena, o la interpretación tan contenida, tan impasible en los rostros de Matt Damon, LaBoeuf, un ranger de Texas o de Hailee Steinfeld, la niña Mattie Ross que quiere vengar a su padre, asesinado por el foragido tonto Tom Chaney (Josh Brolin), imperturbables ambos ante la sangre o el dolor.

El clasicismo formal de los Coen, sin embargo, no puede ser exactamente igual que el de los años cincuenta o sesenta, está corroído aquí por la risa seca, descreída, retorcida que deriva de unos diálogos muy cuidados y por un naturalismo ausente del Hollywood de entonces, en los rostros deformados de los malvados o en los cadáveres podridos, el colgado descolgado de la rama de un pico o el que cobija a una serpiente venenosa o en algunas escenas de crueldad con las que los Coen retan a la corrección política de los actuales productores de Hollywood, como las patadas que Rooster Cogburn arrea a unos niños indios.

Pero esa opción de los Coen por el estereotipo y la depuración llevada hasta el manierismo que les distingue, echadas las risas, puede acabar en frialdad y desinterés del espectador por los personajes que aparecen en la pantalla. Aquí la comparación con la vieja versión se decanta a favor de ésta: los personajes de Hathaway eran más humanos, más asequibles. Desconozco la novela en la que se basan las dos películas, pero qué importa. John Wayne mostraba sus debilidades hasta el punto de pedir compasión y la niña que comenzaba con la dureza de quien ha de hacerse cargo de los negocios de la familia tras la muerte del padre terminaba por ablandarse ante un reloj de bolsillo que encuentra entre los restos de éste.

Los Coen se recrean hasta el final, presentándonos a la niña como la mujer de carácter que se presumía, en una bellísima escena, cuya silueta fría, seca, sarcástica se pierde en el horizonte nevado. Para ser verdaderamente clásica una obra ha de conmovernos, es decir, al contemplarla, hemos de sentir que lo que allí sucede nos concierne.

Es aconsejable hacerse con una copia de la película de Henry Hathaway de 1969. Merece la pena comparar y disfrutar de las dos.

2 comentarios:

Susana dijo...

El viernes la vi, aunque no la puedo comparar con la de Hathaway que no he visto nunca, me gustó...pero no me entusiasmó.

Petó

Toni Santillán dijo...

Con tan pocas palabras, has definido mejor que yo lo que yo mismo sentí. Th.