Tendemos a ver la realidad en blanco y negro, a adoptar posturas maximalistas, a pensar que es el campo en el que nos hemos situado quien tiene razón. Los catalanes van a lo suyo y no les interesa el bien común; los españoles no nos entienden. Los vascos son etarras y nunca darán su brazo a torcer. El matrimonio homosexual es antinatural. La derecha sólo defiende a los ricos. De parte de los palestinos y de los saharahuis está no sólo la razón, también la justicia. Los judíos, es decir, los israelíes, son unos usurpadores malvados que reproducen el mal que a ellos les hicieron en el pasado. Los americanos son imperialistas sin remisión. Los pueblos tercermundistas son colonizados y explotados, eso explica su postración.
El cerrilismo ideológico, los prejuicios y el partidismo interesado cortocircuitan lo mucho que ya sabemos sobre nuestro mundo, haciéndolo estéril para guiar políticas sensatas.El Ben Alí defenestrado en Túnez y el Mubarak que resiste lo indecible eran miembros de la Internacional Socialista hasta ayer mismo; con la Rusia de Putin y el sistema comunista Chino hacen suculentos negocios los empresarios que nos dan trabajo y nos venden productos baratos. Queremos que los derechos humanos se cumplan en países pequeñitos, pero hacemos la vista gorda sobre lo que sucede en Arabia Saudí o China.
La historia, los procesos históricos, no son unidireccionales. Algo que empieza bien puede acabar mal. La libertad no se consiguió de una vez, hubo muchas marchas atrás y muchos crímenes que se cometieron en su nombre. El mayor avance hacia la libertad del hombre para liberarse de las trabas de la naturaleza ocurrió en la Atenas de los siglos IV y III antes de Cristo. Platón y Aristóteles pudieron dedicarse a pensar gracias a los esclavos que hacían el trabajo duro y sucio. Lo mismo sucedió en Roma, que cayó cuando fueron despareciendo los esclavos y la ciudadanía se extendió por el imperio. El imperio de los austrias españoles y el siglo de oro prosperaron gracias a la explotación de los campesinos castellanos y de los indios americanos. La revolución francesa fue saludada por Kant con "una simpatía de aspiración que raya con el entusiasmo", ¿quién sospechaba que aquella promesa de libertad e igualdad fuese a caer en el terror? Las promesas de esa revolución tardaron más de un siglo en consolidarse y en extenderse por Europa, con muchas guerras y millones de muertos de por medio. La esperanza de la revolución comunista estaba justificada por la desigualdad, la miseria y la explotación a la que están aún sometidos millones de personas, aunque haya sido una de las mayores frustraciones de la historia.
¿Hemos de apoyar, animar, protagonizar los procesos revolucionarios o nos hemos de quedar en casa por miedo al qué vendrá? Interesante pregunta que plantea André Glucksmann. ¿Que los jóvenes tunecinos o egipcios o sirios o yemeníes se ahoguen en la sangre, que su esfuerzo sea inútil, porque quizá después de la revolución vengan los islamistas y la opresión sea mayor? ¿Qué después del Shah de Irán vino Jomeini; que después de Octubre vino Stalin? ¿Quién puede controlar la historia? La democracia y la libertad han llegado por senderos torcidos, con lentitud exasperante, ¿pero qué otra cosa puede hacerse? El futuro no tiene garantías.
Jamás hay que lamentar la caída de un tirano. Si me alegré inmensamente con el fin de los sátrapas comunistas de Europa del Este, y también con los de Salazar y Franco, y con el de Sadam Husein, ¿por qué iba a apenarme la salida de Ben Ali y, espero que pronto, de Mubarak? Ellos mismos tienen la culpa de que sus súbditos los expulsen o no les echen de menos. Lo que viene a continuación no está escrito; después del Sah llegó Jomeini. ¿Y qué? ¿Voy a reprochar al rey de reyes que no haya derramado más sangre en el choque final, o más bien que derramara demasiada los años anteriores?
No hay comentarios:
Publicar un comentario