martes, 11 de enero de 2011

Marruecos es un hermoso país


Marruecos es un hermoso país. Todos los países, por principio, son hermosos si se dejan los prejuicios en casa. Con una superficie algo menor que la de España, aunque con creciente tendencia a la desertización, sorprende por la diversidad: de la verde agricultura atlántica -dos cosechas anuales- a las dunas doradas de Merzouga que abren el desierto hacia Argelia y el sur, de las planicies costeras a las escarpadas ascensiones del Atlas, pistas de esquí incluidas, con la mayor altura de África, el Toubkal, 4.162 metros, de las urbes populosas a la garganta y cañones del Todra.


También son diversas sus gentes como en cualquier otra parte, en sus hablas, en su modo de luchar por la vida. En Marruecos hay unos pocos que mandan y explotan a sus vecinos y muchos que se ganan el derecho a seguir viviendo con enorme esfuerzo.


El contraste es fuerte entre las urbanizaciones modernas de Marrakech, Casablanca o Rabat y las casas de tierra apelmazada del interior, donde aún es visible la dureza de las formas de vida tradicionales. Viajar por Marruecos, como hacerlo por cualquier país, es un modo seguro de destruir prejuicios, de constatar que las similitudes son mayores que las diferencias, construidas arbitrariamente.



Una buena forma de conocer el país es hacer un circuito por las ciudades históricas o imperiales, que lleva de Marraquech a Rabat, de la capital del reino alauí a Mequinez, que vivió su gloria con el sultán Mulay Ismaíl a finales del XVII, y de aquí a Fez, la capital espiritual, terminando donde se inició, en Marraquech, la ciudad turística y cosmopolita.


Por el medio se pueden ir viendo Casablanca, capital que fue de la administración francesa en la época colonial, Erfoud, la entrada en el desierto y Ouarzazate, la capital del sur. Y para pernoctar los riad, la imagen urbana del edén: esas casas que como en los palacios de la Alhambra distribuyen las habitaciones en torno a un patio interior, con el piso cubierto de mosaicos y fuente, plantas aromáticas, naranjos y palmeras.


Desde Marrakech a Casablanca se despliega una planicie seca al principio, salpicada de algunos cerros en las cercanías de Marrakech, que va ganando verdor, el cereal que germina en esta época, a medida que nos acercamos al Atlántico. Las gentes viven de una tierra feraz, con dos cosechas al año, agua abundante y huerta. Pequeñas aldeas de casas cúbicas se suceden aquí y allí, cada una de ellas anunciadas por el omnipresente minarete. A la cosecha de trigo en abril le sucede otra de zanahorias o patatas. Se ven rebaños de ovejas y algunas vacas. La propiedad se ha concentrado en unas cuantas grandes familias que ahora da paso al capital extranjero.


Rabat, Mekinez y Fez son las ciudades que mejor responden a la imagen que se tiene del Marruecos tradicional, la casbah o fortaleza, la mezquita, la medina o casco antiguo, el zoco, rodeadas de barrios modernos, a ratos conservando la arquitectura tradicional y otros adoptando formas urbanas occidentales.


Hay que atravesar el Atlas para que aparezca el paisaje terroso, la vivienda de tierra prensada, los ríos semisecos que atraviesan oasis de palmeras, antes de llegar al desierto pedregoso y a las dunas.


El Atlas marroquí merece un viaje por sí mismo, cimas nevadas, montes ondulados, cañones, aldeas bereberes, en sus tres partes de norte a sur: el Alto Atlas, el Medio Atlas y el Anti Atlas.

2 comentarios:

Susana dijo...

La primera vez que decidí viajar sola fue precisamente en ese país, maravillosa experiencia¡!

Anónimo dijo...

Bonitas las fotos.
Una pequeña corrección: la mayor altura del continente africano es la cima del Kilimanjaro, con 5.895 metros sobre el nivel del mar.