miércoles, 12 de enero de 2011
La hora del rezo
En este paisaje llano, verde y húmedo de la costa atlántica, donde aún se ven remansos de agua de las lluvias de las últimas semanas, emergen los minaretes que siempre responden a la misma forma de prisma rectangular, con decoración abstracta de tipo geométrico y colores ocres, verdes o blancos. Lo mismo sucede en los pueblos secos del Atlas bebeber o en las zonas de los oasis. En torno a la torre y su mezquita se agrupan las aldeas de parecida forma a como en Europa el caserío rodea a la iglesia y su campanario.
Desprovistos del color local, de las chilabas y las babuchas peliculeras, del habla particular y de los prejuicios, del gran prejuicio de la religión, los hombres son iguales por doquier, con parecidas ganas de amistar, compartir y ganarse la vida. En las grandes ciudades las mezquitas agrupan a los diferentes barrios. El muecín ya no sube a lo alto de la torre para llamar a la oración, su voz se ha metalizado y suena algo estridente en los altavoces que asoman en lo más alto, junto a esa especie de mástil con polea que han añadido para señalar hacia la Meca y que tanto afean la elegancia secular de los minaretes.
A la hora de los rezos, sólo algunos hombres atrancan sus puestos con un par de estacas cruzadas en el zoco para acudir a la mezquita o tender su alfombra en dirección a la Meca. Las puertas están abiertas y aunque los turistas no pueden entrar miran con curiosidad lo qué sucede dentro o fotografían sin traba alguna las zonas separadas para hombres y mujeres, las anchas y mullidas alfombras, el desajuste entre entradas y salidas y la desigual atención de los fieles.
Pero la mayor parte de los marroquíes sigue a lo suyo, a sus agitados negocios, esa electricidad que recorre los pasadizos angostos, con burros o motocarros cargados de mercancías por aquí y por allá con unas pocas voces para que la gente se aparte, un caos extrañamente ordenado que rara vez da lugar a discusiones o enfados.
En los pueblos y ciudades antiguas el minarete sigue siendo el punto más alto del lugar, algunas coronadas con tres, cuatro o cinco bolas doradas a las que se da distintas interpretaciones. No hay mejor sistema para la orientación cuando se está perdido en las callejuelas de las medinas.
En Marraquech, por ejemplo, ningún edificio nuevo puede superar los setenta metros de la hermosa Kutubia, hermana almohade (siglo XII) de la Giralda de Sevilla y de la torre Hassan de Rabat, sabio dictamen que impide el desorden urbanístico de otras partes.
Y en Casablanca, donde la administración francesa construyó edificios altos a la europea, la solución ha sido construir posteriormente una torre mayor que los preexistentes edificios, de 200 metros, que hará difícil que pueda ser sobrepasada.
Contra el tópico los marroquíes no viven apasionadamente su religión, de hecho la mayor parte parece vivir de espaldas a ella. En la plaza de Jmaa el Fna, sólo tras la llamada a la oración en la caída de la tarde cesan las gaitas encanta serpientes y los tambores de los danzantes durante breves minutos, aunque no cesa el bullicio y el alocado movimiento de los transeúntes. Muy pocos extienden sus alfombras lejos de las mezquitas y los pañuelos, cuando las mujeres los llevan, no parece que sean en su mayoría signo religioso, sino costumbre o forma de medio ocultar el pelo.
Los prejuicios europeos quizá tengan que ver con cómo viven los inmigrantes su religión en Europa. Procedentes en su mayoría de las zonas rurales, con escasa alfabetización, el choque con un mundo extraño les lleva a una afirmación de una identidad que en su país de origen está desde hace tiempo en cuestión. A muchos marroquíes urbanos si atravesasen el estrecho les llamaría la atención el tipo de conducta que adoptan sus compatriotas al llegar a Europa.
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