Como en casa el dinero andaba a caballo y nosotros a pie, cuando a la Oficina llegaba una película que a mi padre —sólo por el nombre del actor o de la actriz principal— le parecía buena, se juntaban las monedas una a una, lo justo para un boleto, y me mandaban a mí a verla. (Comienzo).
¿Con una pequeña idea y un nombre es suficiente para confeccionar una novela? Una niña, la menor de una familia pobre, que tiene un don, saber contar películas; y un nombre, Hada Delcine. Como la familia no tiene recursos para que todos sus miembros -un padre quebrado de cintura para abajo, cuatro chicos y la chica- puedan ir al cine, la chica, cuando hay monedas, va a ver las películas que traen a un pueblo perdido en la pampa chilena y al volver a casa las cuenta al resto de la familia. Como tiene gracia y salero, irá ampliando su público hasta abarcar la comunidad del campamento donde viven. La llegada de la televisión acabará con el invento. Y ya está. Eso es todo lo que nos cuenta Hernán Rivera Letelier en este cuento alargado que es La contadora de películas (2009). Así se fabrica una novela.
Se añaden unas cuantas cosas más, claro está, para contextualizar: el padre tras sufrir un accidente fue abandonado por su guapa y muy joven mujer, que andando el relato encontrará el apropiado castigo. El hombre se entretiene oyendo a su hija y arrimándose al vino. Los hermanos hacen coro, y cada uno de ellos tendrá el destino trágico que corresponde a los humildes: uno, atropellado por el camión de la basura en un callejón: otro, la cárcel y la delincuencia que allí se aprende; para el tercero, el espejismo del fútbol y la desaparición no se sabe dónde; y para el último, el encoñamiento con una viuda que le llevará a la nada. La propia Hada Delcine, al irse quedando sola en el mundo tendrá que vender su cuerpo al gringo dueño de La Oficina para no perder la casa donde malvive, propiedad del emporio salitrero que da trabajo -o lo quita- a la gente del miserable campamento donde discurre la acción. ¿A que suena?, yo lo he leído cien veces.
Es decir, una variación más de un cuento muy visto, con buenos y malos, leves esperanzas y mucha desdicha y un estilo a ratos dulzarrón, bonito, y una pizca de lagrimitas espolvoreadas aquí y allá, y deudor del modo de escrimir suramericano, ese exitoso estilo que hizo ricos a editores avispados, que partiendo de García Márquez y de Borges -y muy poca cosa de Vargas Llosa- creó una escuela de escribidores empalagosos y conformistas, cuya propaganda del bien llevaría a alguno de ellos al premio nobel. "Estamos hechos del mismo material de las películas", así comienza el artefacto novelero.
Poco tiene que ver el cuento con el cine o con contar películas -compárese con aquel Manuel Puig de El beso de la mujer araña- o con la descripción de la pobreza o con un arriesgado ejercicio de literatura. Epigonismo debidamente recompensado con un premio, premio, por cierto, creado para recompensar a casi todos los epígonos que en sudamérica hay.
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