lunes, 22 de noviembre de 2010

Peña Tremaya


El sol encuentra un resquicio y su calor parece un milagro en este día castellano que los partes de guerra anuncian como muy lluvioso. Es una alegría inesperada y breve que dora esta villa barroca de Alar del Rey, que no se sabe si debe su nombre al rey que la fundó, Felipe IV, o a la celebración de otro rey, San Luis Rey de Francia, porque ingenieros francesas fueron los que aquí, sacando el agua del Pisuerga, iniciaron la construcción del Canal de Castilla.


Un poco más arriba, pasado Cervera de Pisuerga, pronto se verá que es un espejismo, que la brecha se cierra y los cielos se opacan como un extenso casco de acero sobre los montes de la comarca, entre ellos, gran ironía, la Peña el Sol. Ya antes de ponerse a caminar, junto a la cruz de madera que bendice al caminante, en Celada de Roblecedo, el cielo se esponja y deja caer una lluvia fina, no demasiado molesta, que nos acompañará toda la jornada.


El camino que seguimos bordea herbazales y praderas donde pastan vacas y caballos y atraviesa bosques de robles, hayas y avellanos que ya han dejado en el suelo su dorado esplendor. Ya no se puede hablar de otoño en estas fechas, aunque no arrecie el frío, la lluvia empapa la hojarasca a punto de putrefacción.


Un estremecimiento recorre la espina dorsal cuando los colores chillones de los chubasqueros de los senderistas se pierden ladera arriba. Las varas de los avellanos medio desnudos se retuercen y enmarañan y el reflejo blancuzco de la corteza de los robles tiñe el bosque con una luz fantasmagórica; el bosque es un salón alfombrado dispuesto para un cónclave de gnomos o un aquelarre cuando llegue el atardecer. Las propias pisadas parecen ecos sordos de las criaturas al acecho.


Pero es al llegar al Collado de Valsemana, cuando, a través del vallado de postes que la lluvia ennegrece y de alambre retorcido, aparece ante los incrédulos ojos un paisaje que sólo se creía posible en algunos cuadros de Patinir o de algún pintor romántico alemán. Un foco de luz transparente, a la derecha, lejos, ilumina una cima, los picos de Europa al fondo, medio cubiertos por nubes oscuras y delante, en el centro, la Peña Tremaya, plateada y húmeda.



Los persas amaban dos cosas, el ejercicio militar y la botánica. En sus ratos de ocio cultivaban jardines, parques y huertos, hacían injertos y premiaban a los campesinos que lograban los frutos más llamativos. El propio Rey de reyes esa un jardinero entusiasta. De un campesino que había presentado una hermosa granada se decía que había ascendido a jefe de una ciudad, pues cómo no podría alguien capaz de hacer crecer aquella fruta lograr que una ciudad prosperase.  


Paradaida llamaban los persas aquellos parajes de tanta belleza; los griegos convirtieron la palabra en paradeisos y paraíso os lo que parece la vista que se abre desde el collado. Vendremos otro día, con sol o con los laderas nevadas, y el paraíso se habrá esfumado o será otro paraíso bien distinto.


Al pie de la Peña Tremaya se abre un camino tallado en la roca que asciende a la cima. Es empinado y resbaladizo; hay que afirmarse en los bastones si se quiere contemplar con seguridad los picos, las peñas, las horcas y los villorrios que cuelgan de las laderas de pastos, y abajo un hilo de plata serpea entre los campos, al poco de nacer, el río que en Alar nutría el Canal de Castilla, el Pisuerga.


La vuelta, siguiendo el curso del Pisuerga, no es tan divertida, la senda pronto se convierte en un barrizal que llega a la rodilla. No hay modo, entre el cercado y el río, de encontrar piso firme.


Pasamos por una pradera donde las vacas nos observan burlonas y luego otra vez por el bosque de robles y hayas que tras el cansancio, la lluvia y el barro ha perdido su misterio, para descender con más agua y más barro al punto de partida.

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