Por supuesto, la democracia no puede tener adjetivos. Cuando los tuvo, fue indicio de perversión, manipulación o pantomima. Cuando apareció como democracia orgánica o democracia popular fue evidente que la democracia no existía como tal, pero incluso en avatares más benignos como democracia cristiana o socialdemocracia el intento de dirigir o de organizar la sociedad al gusto de un grupo ideológico ha distorsionado las instituciones públicas.
En Cataluña, un reciente estudio sobre actitudes y opiniones muestra la orientación de fondo de la población:
Una amplia mayoría de catalanes muestra buena disposición a la solidaridad interterritorial. La gran mayoría (67%) manifiesta su acuerdo con la idea de que hay que transferir dinero desde las zonas más prósperas a las que lo son menos para asegurar que todos tengamos niveles similares de servicios públicos. Una mayoría aún mayor (74%) considera que el Gobierno de España debe intervenir para reducir las diferencias entre sus distintos territorios.Seguro que quienes no conozcan la realidad social de Cataluña se sorprenderan, pues se acostumbra a pensar que Cataluña es lo mismo que su élite y dan por hecho que lo que exige, por ejemplo, su clase política -el reciente Estatut- o los líderes nacionalistas -un régimen fiscal privilegiado de "concierto económico" o "cupo" como del que, poco solidariamente, gozan Navarra y País Vasco- lo quieren todos los catalanes.
Si los catalanes expresan una buena disposición a la redistribución, ¿por qué una parte de su clase política insiste en querer reducir las transferencias de recursos? Sin ser la única causa, la evidencia disponible señala hacia un factor dominante: la diferencia en creencias, valores y sentimientos nacionales entre la élite política y la ciudadanía.Si los asuntos catalanes aparecen de forma tan distorsionada en los medios de información y en el debate público es porque
una parte relevante de la población catalana (en torno a un 26%) rechaza la mencionada solidaridad interregional. Se trata del sector que menos se identifica con España. Un sector que, pese a ser minoritario, posee una influencia desproporcionada: no solo surte la mayor parte de dirigentes y cuadros medios de la política catalana, sino que está mucho más movilizado en las urnas, en la calle y en el tejido asociativo, verbigracia, la masiva concentración contra la sentencia del Tribunal Constitucional por su sentencia sobre el Estatut.La democracia catalana, es decir, una democracia que tiñe toda actividad pública de nacionalismo, consigue que acallada por una abrumadora minoría, la inmensa mayoría apenas hace oír su voz.
Un par de ejemplos que proceden de la actual campaña electoral catalana.
En el reciente debate entre candidatos, el muy minoritario Albert Rivera comenzó a hablar en castellano, Artur Mas, el candidato de convergencia le respondió:
«Fíjese si somos tolerantes que usted habla en castellano en la televisión nacional de Cataluña y no pasa nada.»De ese modo le decía dos cosas, nosotros, los dueños de la cosa, marcamos las reglas de juego y damos títulos de catalanidad. La democracia adjetivada sustituye ciudadanía por catalanidad.
El otro ejemplo tuvo lugar en la universidad. Rivera daba un mitin. Antes de que comenzase el acto, un joven irrumpió en la sala y le llamó fascista y a la salida le esperaba un grupo de unos 30 jóvenes con una pancarta en la que se leía "En la universidad y en la calle, en catalán", al tiempo que le gritaban "fuera fascistas de la universidad".
Esos son los modos que tiene la minoría, ese 26% señalado, de impedir que la mayoría manifieste su criterio con libertad y lo convierta en acción política, es decir, de que la democracia funcione sin adjetivos: la imposición desde el poder y el amedrentamiento. Democracia catalana.
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