martes, 2 de noviembre de 2010
Orson Welles, su seguro servidor
Orson Welles debió tener una personalidad arrolladora. Así se transparenta en los papeles que interpretó, en la ambición de las películas que dirigió, en las entrevistas y documentales, en su concepción de los programas de radio, en las fotos, en el aumento constante de un cuerpo que quería estar a la altura de su enorme ego. Era un personaje atractivo, único. Josep María Pou lo encarna cada noche con barba, puro y túnica bermellona -primero en el Romea de Barcelona, ahora en el Teatro Círculo de Bellas Artes, en Madrid, luego se desplazará por diferentes lugares, incluido Castelldefes- en Orson Welles, su seguro servidor. También Josep María Pou en un actor de gran ambición y se somete durante los noventa minutos que dura la obra a un esfuerzo que hace notar al público en el momento de los aplausos, desvistiéndose para que se vea el peso de su indumentaria y derrengándose agotado. Debió ser duro para Welles ir de un lado para otro con aquel cuerpo que no paraba de redimensionarse, por así decir, como lo debe ser cada noche para Pou agrietar su voz, enronquecerla, hasta simular la avejentada y aguardentosa voz de Welles. Sólo por eso ya merece la pena la función.
Sin embargo, yo al teatro le pido algo más. Como a la novela o al cine o al conferenciante que me convoca. Bajo la apariencia gruñona y ambiciosa de Orson Welles había un hombre, qué fue de él en su decadencia, cómo soportó vivir fuera de foco, cómo se las apañó para adaptarse a la vulgaridad de un hombre común, cómo se enfrentó a la muerte que iba llegando. La gran literatura y el gran cine nos hablan de las preocupaciones del género humano, si no lo hacen, nos decepcionan y nos aburren. Seguro que quienes han montado esta obra dirán que así es, que nos hablan de la caída de Welles, pero no es así, tan sólo aparece la voz ronca, el cuerpo que se desbarata, el mal genio; me hubiera gustado ver las pausas, el hombre a solas. ¿O es que acaso este hombre no se quedó nunca a solas consigo mismo?
La obra representada nos hace ver a un viejo Welles que se gana la vida grabando anuncios radiofónicos. Entre anuncio y anuncio rememora momentos de su gloria y de su frustración, dirigiéndose al publico o hablando al técnico de sonido, único personaje que le acompaña en el escenario.
Sólo hay un momento en el que lo que sucede en el escenario también sucede en el corazón del espectador. Orson Welles quiere demostrar que su decadencia es aparente y que sigue siendo el mismo. Entonces lee un cuento de Isak Dinesen, amargo, desolador. Ante el atril, Pou/Welles recupera la voz perdida y se la entrega a la baronesa para explicar que la vida es una derrota, toda vida, cualquier vida. Se produce un momento de verdad. El silencio que irrumpe tras la lectura se impone en el escenario y en la platea. La verdad nos enmudece.
Tengo simpatía por ambos, Orson Welles y Josep Maria, pero creo que lo que he visto no da para más que un artículo repartido a medias entre una revista especializada y otra del corazón.
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