miércoles, 3 de noviembre de 2010
Creaturas de George A. Romero
Todavía queda algún superviviente de los durísimos años posteriores al crac del 29, algunos más de la miseria que sobrevivió a la guerra civil. Cuando cuentan lo que vieron o vivieron, no nos sentimos más implicados que cuando vemos un documental sobre las desgracias del mundo o los males que nos amenazan, una mezcla de alivio retrospectivo y compasión estética, como en esas fotos de Oliverio Toscani.
Ahora lo que sucede es nuevo. Los pobres existen, pero apenas se ven. De vez en cuando nos sale al paso alguna figura extravagante o esquiva, más o menos bien vestido o andrajoso, algún pobre casi siempre solitario que arrastra no sólo su miseria sino su vergüenza de ser pobre. Una señora entrada en peso, que farfulla medias palabras, en el metro, de pasajero en pasajero, sin encontrar eco alguno, seguida por un individuo enorme que arrastra los pies -hijo, marido, compañero? Una chica del algún país del este, encogida como una equis en el suelo del túnel de paso, estirando el culo roto de una botella de plástico. Una señora, caminando firme sobre sus muletas, con ecos en su forma de moverse y vestir de haber vivido tiempos mejores, solicitando para un café con mucho orgullo. La solidaridad es una gran palabra que hincha el plexo solar y hace brillar los ojos, demasiados se la cuelgan de escapulario. Se hacen donaciones y ya está.
No son pobres que vengan en tropel, que tengan conciencia de pertenecer a un colectivo y que como tal puedan exigir alguna cosa, como aquellos tan puros como ángeles que nos mostraba Buñuel en la última cena de Viridiana. Estos pobres no tienen quien vele por ellos, quizá sus familias se hayan quedado en sus lejanos países o si aquí la tienen se han desentendido de ellos. No son material que puedan manejar los sindicatos, ni forman parte de un colectivo con señas al que puedan atender los políticos, ni siquiera se asoman a los atrios de las iglesias. Son seres absolutamente desvalidos. Cuando se atreven se acercan con la mirada gacha a pedir para un café, aunque algunos exigen con violencia verbal una moneda. Sólo unos pocos, caídos en una esquina, exhiben en voz alta un lastimoso lloriqueo, la mayoría son como fantasmas que desaparecen con carritos llenos de bolsas o son invisibles carroñeros hurgando en contenedores. Cualquiera puede vivir sin verlos, no molestan en exceso, empiezan a formar parte del paisaje, a todo nos acostumbramos tras la primera punzada de empatía, ¿quién iba a pensar que las creaturas de George A. Romero eran en verdad seres vivientes?
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