miércoles, 17 de noviembre de 2010

La luz crepuscular

De creer a este político devenido en escritor, ha sido un hombre feliz, apenas enturbiado por una sombra. Quinientas páginas necesita Joaquín Leguina para exhibir su felicidad y unas pocas para cantar su pena. Es normal que los hombres felices irradien, lo cuenten, parloteen, sobre todo si la acción sobre la que construyeron su vida se ha tornado en melancolía, y que los hombres austeros lleven su frugalidad y seriedad en silencio, aunque para que su virtud resplandezca alguien tenga que dar cuenta de su virtuosismo. Hay un tercer tipo de hombres, la de quienes habiendo defraudado la confianza de sus convecinos, haciéndose ricos con malas artes, necesitan ostentar sus impúdicas riquezas como forma de legitamación, pues el hacerse ricos o poderosos o ambas cosas es el objetivo final de una vida tortuosa. La historia suele perdonar a los triunfadores. Aunque, claro está, del resto, de la vida de la mayor parte de los hombres, nada se sabe ni se escribe.

Leguina se muestra durante quinientas páginas como un follador desinhibido y como un político de éxito. Tal como lo cuenta, su vida se ha deslizado sobre una alfombra que se iba abriendo a su paso. En las sucesivas etapas ha ido consiguiendo lo que se proponía, durante la oposición al franquismo, en sus años parisinos, durante el 68, en el PSOE, en las oposiciones al INE, en su aventura chilena junto a Salvador Allende, en la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Las mujeres como los cargos públicos han acudido a él sin aparente esfuerzo por su parte y sin que su apetito menguase con los años, y si ha dejado la política ha sido por fuerza mayor -perdió unas elecciones y después un congreso- y si ha dejado la aventura sexual también ha sido porque alguien decidió por él -de pronto de encontró con dos hijos- que ya estaba bien, que había que sentar la cabeza.

Los hombres felices son egotistas. A Leguina le ocurre como en general a los políticos que se profesionalizan, no piensan que sus intereses no tienen por qué coincidir con los de sus electores. El hubiese seguido, pero es razonable pensar que con dos legislaturas en un cargo parece suficiente. Parece que la Presidencia de la Comunidad de Madrid, que ejerció durante tres periodos, le supo a poco.
Lo mismo pasa con los lectores, no parece que el lector aguante mucho el recuento de la felicidad de un hombre, se prefieren las penas, porque de ese modo se conecta mejor con la condición del común de la gente. La escritura es fluida, aunque quizá no muy cuidadosa, se avanza con rapidez esperando encontrar anécdotas jugosas sobre la vida política de alguien que conoció a tanta gente, pero no es así, en ese aspecto defrauda.

No parece muy operativa la división que Leguina hace entre una narración fluida de los hechos de su vida pública y otra más intimista en la que cuenta sus asuntos más íntimos, de alcoba. No se aprecian diferencias en el modo de contar una y otra cosa, a pesar del cambio en el cuerpo de letra o en el de la persona que cuenta, ni en su trascendencia personal o literaria. Además, nos advierte el autor al comienzo del libro que su vida sexual es ficción, lo que es poco creíble y tampoco tiene mayor relevancia.

La parte más sincera y a la vez más literaria son las últimas páginas cuando narra un drama familiar que le pilla descuidado y que narra con un punto de arrepentimiento. Parece haber un grado de incompatibilidad entre vida pública y vida privada, como si hubiese que decidir entre una y otra cosa, pero esta autobiografía de Leguina -que él llama novela- no es reflexiva, sino pura narración a ras de suelo, una deposición urgente para olvidar y pasar a otra cosa.

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