Pensé que nunca me volvería a resultar molesta la visión de la bandera amarilla y roja; no, al menos, como durante el franquismo. Y no se trata tanto del despliegue emocional ocurrido durante el pasado campeonato mundial de fútbol. Es disculpable la espontánea efusión, el escape de gases y fluidos, la natural agresividad de los pueblos sublimada en combates simbólicos sin derramamiento de sangre. El fútbol espectáculo es un gran invento. Ha sido con posterioridad, el empeño de algunos de seguir con ella en las ventanas, la disputa, en algunas comunidades, entre la bandera de la comunidad propia y la general, un duelo en los balcones, pero especialmente el uso político que algunas instituciones o partidos empiezan a hacer arrastrando detrás a la multitud. Como en esta ciudad donde ahora vivo: un concurso de ondear banderas para entrar en el libro guiness de los records; la gente, luego, arrastrando las banderas de plástico por la ciudad, una muchedumbre de zombies después de un banquete. La semilla está plantada.
Así que bienvenida la derrota de la selección de fútbol ante Argentina -me alegro también de no ser argentino por tomarse la cosa de forma tan inmoderada- y de la de basket ante Serbia.
jueves, 9 de septiembre de 2010
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