A cualquier libro bien escrito, donde el autor se haya propuesto contar alguna cosa que nazca de su experiencia, merece la pena echarle un vistazo, aunque sin la obligación de leer cada una de sus líneas. Los ensayos, las biografías, las memorias me resultan de interés, no así las novelas, a las que cada vez me cuesta más hincar les los ojos, y sólo en muy contadas ocasiones me atrapan hasta el final.
Hay autores extravertidos y otros más intimistas, los primeros son descriptivos, cuentan lo que ven o lo que les pasa en su experiencia mundana, los segundos son reflexivos y tienden a ver el mundo como un lugar de goce o de dolor. Gore Vidal pertenece al primer grupo. Por el momento ha escrito dos libros de memorias -Una memoria y Navegación a la vista- en los que cuenta una vida de éxito. Ha triunfado como novelista, como guionista de cine, como actor -incluso ganó un premio en Cannes como director-, como comentarista de televisión y a punto estuvo de triunfar en la política; ha conocido a gente importante, como se decía en otro tiempo, ha vivido desahogadamente una vida larga y feliz; un burgués de la era triunfante de esa clase social. Todo eso lo cuenta con sosiego y un punto de ironía. Las anécdotas de las que sus libros están llenos nos distraen, aunque no ahonde en las historias dejándonos con las ganas de saber más y la ironía es tan fina que apenas hace sonreír, como si hubiera que formar parte del mundillo para captarlas.
Como escritor extrovertido hace un peinado suave por encima de la espuma de los días, sus puyas y chanzas, sus odios y amores son benignos, como en una comedia de Noel Coward, protagonizada por David Niven, y apenas entreabre la puerta de su intimidad. Sabemos que vivió fiel y feliz con su compañero, al que espera encontrar pronto si Caronte no se entretiene -de ahí el título de este último libro-, pero no da pie a entrever mayores intimidades como no sean las que se deriven de un par de consejos: no desaprovechar ninguna ocasión de acostarse con alguien -consejo que una vez dio pero del que ahora parece arrepentirse- y, en segundo lugar, amor y sexo mezclan mal, por lo que aconseja matrimoniar con la persona querida y libertad para buscar sexo en otro lado.
Como cualquiera de los autores extrovertidos tiene dificultades para penetrar en la psicología de los demás, quizá hasta en la propia, por eso, debido al mundo elitista en el que ha vivido, su memoria abarca el reducido mundo de los grandes de este mundo: presidentes, escritores, actores -la crème-, de los que habla y parece encontrarse a gusto, con los que de forma natural departe y convive, sin que la abundante nómina de personajes que cita tenga que verse como una exhibición, sino, al contrario, como una consecuencia de su natural aristocratismo, al modo de otro personaje que en España tuvo un cierto éxito en los años del felipismo, el marqués de Villalonga. Dos cosas me repugnan de su aristocratismo: su desprecio poco razonado por la gente de su clase que consecuentemente es de derechas y su porte izquierdista -liberal, dice él-, igualmente irrazonado, apoyando todas las causas del catecismo progresista, desde la Cuba de Fidel a la causa antiisraelí, pose que le sirve de contrapeso por haber disfrutado de una vida tan fácil y tan alejada del mundo real.
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