miércoles, 18 de agosto de 2010
Canadá III
La cuestión de la identidad está a flor de piel en los canadienses. Como es un país joven por historia, por demografía y por el aluvión de gentes de muchas procedencias, los ideólogos de la cosa -Canadá- quieren conformar una identidad común que cale entre sus habitantes: un país con dos idiomas, con muchas etnias, garante de los derechos de las minorías -étnicas, sexuales, de género...- un país pacífico, multicultural.
Sobre la fachada del parlamento de Otawa proyectan esa ilusión con impecable factura técnica. Desfilan las etnias, las regiones, los atuendos, la escasa historia, los escasos muertos -1ª y 2ª guerras mundiales-, la amplia geografía, los contados artistas, novelistas, músicos, cineastas, uniendo los fragmentos con la urgencia de una voluntad ansiosa por coser esta casa grande que es Canadá. La maravilla técnica casa mal con la torpeza de los mensajes redundantes y el montaje se viene abajo antes de que llegue a su final por un fallo en el sistema de sonido. Inapelable llamada a la puerta de la realidad.
El centro de Otawa -la capital-, quiere ser histórico o parecerlo por lo que han ideado una arquitectura waltdisneana con edificios neogóticos que copian el ya anacrónico neogótico de las Houses of parliament londinenses.
Una identidad en doble pugna: EE UU, el poderoso amigo del otro lado de los grandes lagos, el mayor socio comercial con diferencia, con idéntico modo de vida, del que los canadienses dicen querer diferenciarse; Francia, que reclama sus derechos de primogenitura, con el arma del idioma, en Quebec. Se comprende la negación quebequesa: en Ontario, la otra gran provincia, la referencia a la herencia inglesa es agotadora: arquitectura, nombres de calles, figuras de la realeza, paisajes urbanos -cambio de guardia incluido-, hasta la bandera que, aunque adoptada una nueva -la hermosa de las franjas rojas y la hoja de arce- no hace mucho, sigue apareciendo por doquier.
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