sábado, 10 de julio de 2010

Quemar los días

Es difícil capturar el brío del pasado sin abandonarse a la añoranza o tratar de poner remedio a lo que ya no puede ser movido. He leído memorias de un tipo y de otro, algunas penosas, la mayoría conmiserativas. Quemar los días de James Salter no se lee como un libro de memorias, aunque el epígrafe rece Reminiscencias. Se lee como una novela, aunque uno sabe que todo lo que le están contando se ajusta a la verdad que el autor reconstruye. Todo hombre se ajusta a dos edades, la de la acción sin reflexión y la más meditativa. Los hombres que se atreven a contar su historia -Salter lo hace a petición de su editor- lo hacen mirando al pasado claro está, en un momento en que es fácil enmendarse, borrar, corregir, magnificar o humillarse. En general son mejores las biografías -las no autorizadas claro, qué penosa esa que Gerald Martin perpetra sobre García Márquez, cuánto dice haber trabajado y qué poco ha descubierto- que las historias contadas por uno mismo. Esta de James Salter debe de ser una de las excepciones. En ella está el brío de la juventud, el gozo de la vida en acción, la credulidad, el idealismo, el ímpetu del cuerpo, la atracción del abismo, el placer sin culpa, pero también a cuentagotas la meditación sobre el pasado. "Esa persona en el ejército, ese no era yo", había escrito Cheever, como Günter Grass escribió Pelando la cebolla para decir lo mismo, que aquel chico de las SS no era él. James Salter lo cuenta así:
En mi caso, sí lo era. Yo no sabía que el ejército significaba dientes cariados, viviendas grises, hombres estrechos de miras y coroneles con gafas de sol. Cualquiera salido de una vida inferior puede ser soldado. Imaginaba campañas como las de César, el sol poniéndose en un terreno boscoso, campamentos en lo alto de las colinas, amaneceres frescos. El ejército era eso; era como una mujer hermosamente vestida; la vi sonreírme y mantenerse erguida. (...) Las severas órdenes se habían convertido en mis órdenes, lo único más difícil que el triunfo, como dijo el poeta. Mucho después, en Georgia, siendo ya capitán, me bajé de un avión detrás de un hombre cojo. Nos detuvimos al pie de una escalinata. -¿Te acuerdas de mí? -preguntó.
En ese momento lo reconocí: era el hijo de un amigo de mi padre, y recordé que estaba en su primer año cuando yo era un cadete veterano. -¿Qué te ha pasado? -dije-. ¿Ya no estás en el ejército?
Se había retirado, contestó, pero, curiosamente, a menudo se acordaba de mí. -¿Qué quieres decir?
Empecé a recordarlo cuando me lo contó. De plebeyo había jugado al fútbol pese a su constitución menuda. Era quarterback. El siguiente otoño acudió a mí en busca de consejos. ¿Debía seguir intentando triunfar en el equipo -tenía muy pocas posibilidades- o dejarlo y optar por un cargo de director técnico? Había quedado una vacante para una plaza de ayudante en el equipo técnico; él era de Atlanta, y el entrenador del primer equipo era tradicionalmente oriundo de Georgia. Se trataba de un puesto magnífico y estaba en condiciones de heredarlo.
Un director técnico era una persona envidiable, coincidí, pero no admirable. Aún cuando fuera sólo un tercer suplente de quarterback, formaría parte del equipo, y tal vez llegara su momento en los minutos finales de un partido épico. Inmaculado y esbelto, acaso saliese del banquillo para conducirlos a la victoria. 
Era un consejo propio de mí. Él lo siguió, y al cabo de una semana se rompió una pierna en un entrenamiento, contó. Pasó más de un mes en el hospital y se retrasó tanto en los estudios que ya nunca se puso al día, graduándose con calificaciones muy inferiores a las que habría sacado, de modo que le asignaron a Infantería pese a que su deseo era entrar en Ingenieros. En Corea, una bala de mortero le destrozó las piernas y le dieron de baja. Allí se truncó su carrera. -Lo siento -le dije.
-Te lo debo todo a ti -contestó.
Sólo la verdad, la lucha por conquistarla nos hace progresar, lo demás es conformismo o reacción, aunque se vista con las plumas de un pavo real excitado. Salter se formó en West Point combatió en Corea con un F-80, deribó MIG enemigos, volvió a la vida civil y se hizo escritor. No ha escrito mucho, apenas siete libros, pero son extraordinarios.

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