lunes, 10 de mayo de 2010

Mis premios

El último libro editado de Thomas Bernhard tiene las mismas virtudes y los mismos defectos que sus libros anteriores. En esta ocasión el objeto de su amarga burla son las instituciones que le concedieron premios en los primeros años de su vida, y él mismo por aceptarlos. El libro se compone de recuerdos, algunos de ellos cómicos, del contexto en el que se le entregaron los premios y de alguno de los discursos de aceptación que arrojó a quienes se los concedieron. Así, siente como una humillación que el premio Grillparzer no lleve aparejada suma alguna; o que la ministra que le entrega otro premio lo confunda con una mujer; en Hamburgo sólo recibe un tercio de la suma asignada porque lo ha de compartir, lo que significa que no hay ceremonia ni discursos, y con el premio de Bremen se compra un Triumph Herald que convierte en chatarra apenas estrenado en una revuelta de la costa yugoslava.

Es característica su habilidad para ir creando ecos que enlazan el sentido a través de los párrafos que se suceden, como una prolongada carcajada que ondula silenciosa sobre paños de terciopelo. Su prosa se va anudando con burlas, sátiras y el sarcasmo a que somete a sus conocidos, en especial a funcionarios y autoridades del Estado austríaco, aunque fácilmente extrapolables a cualquier otra sociedad o Estado. El suyo es un estilo ameno, ágil, divertido, resultón, pero que no tiene mayor trascendencia una vez cerrado el libro. Quizá convenía a otras épocas donde el Estado lo era todo y desvelar su pompa y artificio era una prioridad. Todavía quedan personajes públicos imbuidos de su relevancia, de los escalones que han ascendido, de la importancia de su cargo, mirar desde arriba es el objetivo de su carrera, pero en una democracia llana como la nuestra todos esos personajes están de más, son jarrones llenos de polvo que llevan en el rostro la llaga de su ridículez. En las administraciones autonómicas todavía es posible toparse con ese tipo de individuos vacuos, que se han adelantado a su propia muerte con su proceder ceremonioso y distante. También en la política internacional.

El problema de Thomas Bernhard es que cuando quiere hacer visible la filosofía pesimista que lo mueve, la misma que pone en evidencia el sinsentido de cargos, honores y representaciones, eminencias y preeminencias, cuando despoja a su prosa de sus adherencias burlescas y quiere mostrar a secas la tragedia del hombre abocado a morir, como hace en los discursos que anteceden a la entrega de los premios, que aquí recoge al final del volumen comentado, es tan terriblemente serio, aunque amague con reírse de sí mismo, que su rostro trágico aparece como una máscara rígida e inflexible. Thomas Bernhard como la sociedad que retrata ya no es de este siglo.

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