lunes, 1 de marzo de 2010

Un profeta

Puede haber quien piense que el adorno y la descripción emperifollada y locuaz enriquecen el lenguaje y el conocimiento de lo real. Yo pienso lo contrario. En la literatura de la que venimos más era más, pero en la narración que emerge con fuerza, en el cine, en las series televisivas, menos es más. Descripción de las cosas mediante acciones, gestos y movimientos; palabras las justas.
Un profeta, la peli de Jacques Audiard que se acaba de estrenar es The Wire a la francesa. Es una peli aceptable, entretenida; se sigue con interés lo que ocurre durante los 150 minutos; se dan las condiciones para identificarse con un joven que entra en una prisión parisina, que es vejado, que es obligado a hacer algo que su conciencia repele, pero que poco a poco va aprendiendo, afirmándose, hasta hacerse un hombre de provecho. Es decir, lo que esperamos que suceda después de ver tantas películas de ese género. Como se espera que el espectador suspenda el juicio moral y aplauda y disfrute de las ilegalidades y delitos que aparecen como resarcimientos a los vejámenes sufridos. El Padrino es el ejemplo canónico.

Bien. Yo siempre espero más. La novedad y la maestría estaba en el original, The Wire. Dice la publicidad de Un profeta: una obra maestra, imprescindible, confundiendo la crítica con la publicidad, con esa falta de honestidad que caracteriza a los periódicos actuales que venden al mismo tiempo que informan o juzgan. Esas alabanzas, en todo caso, podrían verterse sobre el original, no sobre la copia. Sin embargo, esta película francesa, no es por entero desdeñable, especialmente si se la compara con el quiero y no puedo de Celda 211. La droga de mano en mano, la lucha por ocupar las calles -aquí la cárcel-, la pelea en las cúspide de las organizaciones, la corrosión del sistema. Las vidas aceleradas de los traficantes, que valen tan poco, la ambición, la lealtad, la traición, la necesidad de compañía y afecto, a pesar de todo. La agilidad en la narración y en el montaje; escenas breves, muchos planos; diálogos escuetos, mucha jerga y mezcla de idiomas. Todo eso ya estába en The Wire. Una serie que ha creado escuela o secuelas. Profusión de sucesos, expresión austera. ¿Qué añade Un profeta? Personaliza, individualiza. Mete a un joven  magrebí en una prisión parisina, probablemente inocente; sufre hasta comprender las reglas; se somete; aprende el juego, los idiomas, las técnicas, hasta convertirse en un experto, en el nuevo padrino. Eso es lo mejor de la película, que nos muestra paso a paso cómo se llega en el mundo del hampa del albañal a la cima comprendiendo, aprendiendo, adeñándose de las reglas, no las reglas de la legalidad, sino las de la ilegalidad. Sabemos que no siempre es así, que los criminales no suelen ganar, pero la película lo hace verosímil, lo creemos y disfrutamos, saltándonos también nosotros las reglas durante 150 minutos.

La versión francesa añade algo más, aunque tampoco es nuevo, es muy viejo pero está bien contado. La dialéctica del amo y del esclavo. El viejo que somete, explota, humilla al joven recién llegado; que le enseña el vocabulario y las frases del hampa para que le sirva mejor. El joven listo que aprende, simula, premedita y espera la ocasión. Más fácil que en Hegel, más divertido que en El sirviente de Losey. También añade la amistad que se forja en los lugares cerrados, más fuerte que la sangre y que dura más allá de la muerte. Un profeta es una peli larga donde se cuentan muchas cosas y casi todas bien y los actores son buenos y no hay palabras que sobren. Sólo hay un exceso; esa retórica visual que nació con Magnolia, aquella lluvia de ranas, que ha tenido tantas secuelas, la más recientes en ésta que comento y en Shutter Island: lluvia de cenizas, sueños que son tan reales como lo real, muertos que hablan con los vivos como si estuviesen vivos. Es la literatura del cine, la huella de autor, es decir, material sobrante, ganga, escoria inútil.

Luego está el contexto, más próximo que en The Wire, más ilustrativo, que nos acerca mejor a la realidad que creemos conocer. La inmigración que nos intriga y atemoriza, en este caso la magrebí -que se sentirá ufana por verse elevada en la peli un escalón por encima de la corsa, a la que derrota y sustituye. La película es divertida y es útil, otra cosa es la cuestión moral. Ya se sabe que los italoamericanos estaban encantados viéndose retratados en los padrinos. Mal asunto. Tampoco es seguro que los sistemas políticos, judiciales y carcelarios sean tan corruptos como aparecen en las películas. ¿Qué ganamos presentándolos de ese modo, desacreditando el sistrema que hace cumplir la ley?


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