viernes, 19 de febrero de 2010

Ojos que no ven

Sucede que la profusión publicitaria de las cadenas mediáticas -prensa y sus críticos, editoriales y sus publicistas tienden a confundirse, buscan sinergias como dicen, y con ello devalúan sus productos y los de los demás- y las modas, como esa cosa de la llamada novela histórica, ocultan los novedades de interés, que sólo triunfan muy lentamente gracias al boca a boca. Es el caso de esta Ojos que no ven que merecería el éxito que quizá no vaya a tener. Es una novela que se inscribe en la tradición de los grandes autores en castellano, que bebe y marcha con el río de la lengua. Así va avanzando con grandes periodos a lo Sánchez Ferlosio, con un ritmo en el que repiquetean los estribillos a la manera de las mejores novelas de Javier Marías y cuida las palabras, buscando su exactitud y precisión, y reflexiona sobre la lengua -sobre las palabras y frases muertas, sobre la necesidad de volver a decir las cosas de nuevo para que alcancen sentido- como lo hace o lo hacía Miguel Delibes.

La novela trata de tres generaciones de hombres, también a la manera de Delibes (La guerra de nuestros antepasados), que viven con la sobriedad que ofrece una vida apegada a la naturaleza, que aprenden de ella y se adaptan a ella, viendo en los cambios estacionales y en la irrupción de los cambios atmosféricos el preludio de los cambios humanos. Pocas cosas cambian en la vida de los hombres, la violencia siempre vuelve, tampoco las reglas del comportamiento, y lo que valió en otra época puede valer en esta. El protagonista, envuelto en un contexto de violencia, rememora lo que le sucedió a su padre y lo que aprendió de él para enseñárselo a su hijo. La división, el enfrentamiento fraternal de la guerra civil, revivido en el seno de una familia inmigrante en el País vasco, para quienes las palabras han dejado de tener sentido o son armas, donde la conversación ya no existe. Son personajes que no son definidos por su aspecto físico, sino por sus gestos, por sus actitudes, por sus movimientos y pensares. Son personajes machadianos, portadores de valores morales, que han de reconstruir el habla para que volver a dialogar sea posible.

Lo que nos cuenta J.A. González Sainz había que decirlo y había que decirlo del modo en que él lo dice, con el idioma propio de los personajes de estas tierras, de su tradición literaria, con su ritmo pausado, de largo periodos, envolvente, penetrando poco a poco, casi geológicamente en el lector. Y con tan pocas palabras, apenas 150 páginas, pero tan bien medidas. Una novela necesaria.

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