Siendo un tema que ha puesto y sigue poniendo en jaque la democracia y la convivencia de los españoles, y que siempre está en el primer plano de las agendas políticas, me llamaba la atención que la literatura haya tenido pocas o ningunas agallas para afrontar el terrorismo. Últimamente sí ha habido intentos, todos ellos a cargo de vascos, pero lo curioso es que en el resto del país no se ha abordado, quizá por falta de perspectiva, valentía o preocupación.
Me interesaba que la tragedia de esa familia se iniciara en uno de esos pueblos que ha sufrido todas las desventajas frente a otras tierras que son las que más se han quejado y que han gozado de mayores privilegios.***
El fenómeno de la despoblación y el abandono de ciertos entornos es un fenómeno importantísimo en las regiones que menos han levantado la voz, y eso es una injusticia flagrante. Es decir, las víctimas han sido de nuevo víctimas de los victimistas.
La emergencia de los nuevos nacionalismos, de deidades en torno a la identidad y las diferencias entendidas de manera absoluta me producen un dolor inmenso.
Aquel tiempo hecho de zurcidos y remiendos que rescata la memoria de Rodríguez Rivero:
Cuando yo era chico, las cosas tenían arreglo. Se les daba siempre una segunda oportunidad (y, a menudo, una tercera). Y, cuando ya no daban más de sí, se arrojaban a la basura con duelo, resignándonos a su indefectible mortalidad. Entonces se cogían puntos a las medias -me fascinaban los sencillos aparatos en los que se reparaban las carreras y desgarros de aquellas finísimas prendas de nailon que protegían las piernas de mi madre-. También se zurcía la ropa (reparen en el verbo: morirá pronto), que era cara y no se fabricaba lejos; y las modistas de barrio hilvanaban arreglos en los viejos vestidos para adaptarlos a la moda de la temporada. Incluso se restauraban los calcetines de los chicos, introduciendo en ellos un falso huevo para tensarlos y facilitar el recosido de puntas y talones.
En aquel tiempo se recurría a los caldereros para que restañaran los cacharros; se sustituían las lámparas agotadas de la bendita radio; se componían los enchufes quemados de las planchas; se llevaban los paraguas a establecimientos lejanísimos para que les cambiaran las varillas. Entonces los zapateros "remendones" -un clásico de la literatura romántica y social- se encargaban de componer las suelas de los zapatos, prolongando eficazmente la vida de un calzado cuya compra había que planificar en el presupuesto familiar. En aquella época nos enseñaban a apagar la luz al salir de las habitaciones, a no tirar nunca el pan, a forrar los libros de texto que tendría que usar nuestro hermano, a devolver en la tienda los "cascos" de las botellas de refresco.
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