miércoles, 10 de febrero de 2010

La emergencia de los nacionalismos me produce un dolor inmenso

Las últimas presentaciones de libros están siendo jugosas. J.Á. González Sainz (Soria, 1956) presenta ‘Ojos que no ven’ (Anagrama).
Siendo un tema que ha puesto y sigue poniendo en jaque la democracia y la convivencia de los españoles, y que siempre está en el primer plano de las agendas políticas, me llamaba la atención que la literatura haya tenido pocas o ningunas agallas para afrontar el terrorismo. Últimamente sí ha habido intentos, todos ellos a cargo de vascos, pero lo curioso es que en el resto del país no se ha abordado, quizá por falta de perspectiva, valentía o preocupación.
Me interesaba que la tragedia de esa familia se iniciara en uno de esos pueblos que ha sufrido todas las desventajas frente a otras tierras que son las que más se han quejado y que han gozado de mayores privilegios.

El fenómeno de la despoblación y el abandono de ciertos entornos es un fenómeno importantísimo en las regiones que menos han levantado la voz, y eso es una injusticia flagrante. Es decir, las víctimas han sido de nuevo víctimas de los victimistas.

La emergencia de los nuevos nacionalismos, de deidades en torno a la identidad y las diferencias entendidas de manera absoluta me producen un dolor inmenso.
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Aquel tiempo hecho de zurcidos y remiendos que rescata la memoria de Rodríguez Rivero:
Cuando yo era chico, las cosas tenían arreglo. Se les daba siempre una segunda oportunidad (y, a menudo, una tercera). Y, cuando ya no daban más de sí, se arrojaban a la basura con duelo, resignándonos a su indefectible mortalidad. Entonces se cogían puntos a las medias -me fascinaban los sencillos aparatos en los que se reparaban las carreras y desgarros de aquellas finísimas prendas de nailon que protegían las piernas de mi madre-. También se zurcía la ropa (reparen en el verbo: morirá pronto), que era cara y no se fabricaba lejos; y las modistas de barrio hilvanaban arreglos en los viejos vestidos para adaptarlos a la moda de la temporada. Incluso se restauraban los calcetines de los chicos, introduciendo en ellos un falso huevo para tensarlos y facilitar el recosido de puntas y talones.
En aquel tiempo se recurría a los caldereros para que restañaran los cacharros; se sustituían las lámparas agotadas de la bendita radio; se componían los enchufes quemados de las planchas; se llevaban los paraguas a establecimientos lejanísimos para que les cambiaran las varillas. Entonces los zapateros "remendones" -un clásico de la literatura romántica y social- se encargaban de componer las suelas de los zapatos, prolongando eficazmente la vida de un calzado cuya compra había que planificar en el presupuesto familiar. En aquella época nos enseñaban a apagar la luz al salir de las habitaciones, a no tirar nunca el pan, a forrar los libros de texto que tendría que usar nuestro hermano, a devolver en la tienda los "cascos" de las botellas de refresco.

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