
La propia obra de Beethoven, el cuarteto de cuerda nº 7, op. 54, el llamado Razumovsky, nº 1, tan bien servido por el Cuarteto Belcea, parece compuesto de modo que la intensidad estalle en el segundo tiempo y se mantenga en el tercero, en ese no va más del diálogo entre el primer violín y el cello que parece disputa de enamorados.
En el momento en que la emoción sucede el arte cumple su objetivo, sacarnos del tiempo presente y crearnos la ilusión de un instante eterno. Se borran entonces los interpretes, que no son más que vehículos de placer, no importan ya el decorado de la sala, ni el público asistente, ni la carga terrenal que todo hombre arrastra, uno queda a solas traspuesto procurando expandir el instante, deseando que se eternice más allá del sucio tiempo de la calle, aunque bien sabe que todo lo humano tiene un límite y su fin.
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