viernes, 22 de enero de 2010

La ilusión del instante eterno

La emoción estética sólo el arte la puede procurar. Y se sabe de tal emoción cuando al querer explicarla por otros medios el que la ha vivido balbucea, porque es fácil caer en el ridículo contando con palabras la emoción de los sentidos. Ante un cuadro, durante una comida, en un concierto de música a veces sucede aquello para lo que uno se ha predispuesto, aunque muchas veces nada ocurra. Los diseñadores de eventos artísticos suelen ayudar, disponiendo las obras de una exposicíón para que conduzcan al climax de la obra principal o programando un concierto de modo que la obra más intensa suceda después de otras más anodinas, para que los músicos se vayan calentando, acomodando, acompasando y así dejarlo todo listo para que salte el chispazo divivo.


La propia obra de Beethoven, el cuarteto de cuerda nº 7, op. 54, el llamado Razumovsky, nº 1, tan bien servido por el Cuarteto Belcea, parece compuesto de modo que la intensidad estalle en el segundo tiempo y se mantenga en el tercero, en ese no va más del diálogo entre el primer violín y el cello que parece disputa de enamorados.
En el momento en que la emoción sucede el arte cumple su objetivo, sacarnos del tiempo presente y crearnos la ilusión de un instante eterno. Se borran entonces los interpretes, que no son más que vehículos de placer, no importan ya el decorado de la sala, ni el público asistente, ni la carga terrenal que todo hombre arrastra, uno queda a solas traspuesto procurando expandir el instante, deseando que se eternice más allá del sucio tiempo de la calle, aunque bien sabe que todo lo humano tiene un límite y su fin.

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