miércoles, 2 de diciembre de 2009

Susurros y chirridos

La música de cámara requiere una concentración salvaje, tanto de los músicos como de los oyentes, el minimo zumbido o siseo o bostezo hace que peligre el mecanismo sonoro que entre todos tratan de edificar. 
¿Cuánto tarda un cuarteto, pendientes todos los instrumentos de acordarse con el principal, ese Seraphin -unos 30 en el mundo- que da nombre al conjunto, en ponerse en marcha y sonar al unísono?  Parece que el de esta noche lo consigue en el menuetto del segundo movimiento de Mozart. Los músicos se miran, sonríen, la cosa marcha. Marcharía si la tarde no fuera fría y la gente no llegara de la calle con las gargantas un pelín tocadas. El pundonor de los músicos supera las irritaciones ligeramente contenidas, la necesaria afinación del Seraphin y los aplausos a destiempo tras cada movimiento, mera adaptación, todo el mundo va aprendiendo. Pasemos de quienes en primera fila se entretienen hojendo el programa de mano, inconscientes del rumor que transmiten; de la parejita de enamorados que en la segunda van comentando, graciosillos ellos, las incidencias que tan sonrientes les ponen, con ese bisbiseo tan molesto. Hasta el adagio de Haydn, los dos violines, la viola y el cello funcionan como un mecanismo casi perfecto, hasta ese silencio significativo que el músico vienés ha puesto ahí para que estalle en medio de la sala muda. Pero no ha podido ser, alguien entre el público esperaba justo ese momento para hacer crujir sus cuerdas vocales. La violín primera y el viola se agitan en sus sillas, no así el impereturbable cello.

Cuando llega el descando, los fatigados oyentes no acostumbrados a esta exigente música parecen haberse ido a sus casas. Comienza la segunda parte, toda dedicada a ese esperado Razumovski nº 3. Beethoven mira ceñudo desde arriba a músicos y oyentes. La cosa marcha, otra vez las miradas cómplices, la maravilla del dinamismo contenido, algo sombrío, hasta que, hasta que el regidor, en el allegro, apaga las luces de la sala. Y luego las enciende a toda potencia. Por qué, se preguntan los músicos mirándose. No parece, de todos modos, un episodio perturbador. Ya estamos en el segundo movimiento, ese andante con moto quasi allegretto, tan apacible, relajado, tan clásico, tan sereno. La señora de la fila de atrás aguanta, aguanta la tos, esta vez es la heroína del caramelo, tiene la mano en el bolso, pero se contiene, apenas tímidamente comienza a desenvolverlo, hay algún siseo, pero ella no puede aguartarse, menos mal que llega el final del movimiento y a toda prisa hace crujir el envoltorio y respira. Silencio. Comienza el final del cuarteto, los dos últimos movimientos enlazados, todo va sobre ruedas, ya no pede pasar más. ¿No? Al viola se le deshilacha la cuerda del arco, una hebra primero, la arranca, otra después. Pese a todo la tensión contenida se suelta en ese gran movimiento fugado, que la violín primera lleva con sus compañeros al paroxismo beethoveniano. Aplausos a rabiar.

Para contento del público, cuando el ceño de Beethoven ya había abandonado la sala, los músicos ofrecen un juvenil bomboncito de Schubert, bien ensayado y medido, esa maravilla del adagio del cuarteto en mi bemol, ahora sí, lleno de silencios, los del músico, los del cuarteto, los de la sala.

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