miércoles, 21 de octubre de 2009

Un sueño sin interpretar


Ayer, en ese duermevela entre la brusca llamada del despertador y el salto definitivo desde la cama a la mañana, tuve un sueño. El tipo de sueños que suelo recordar, porque el resto de la noche pasa como un soplo sin huellas. Ascendía fatigosamente una pared embarrada que me sacaba de una cueva con la ayuda de una cuerda. Ponía el pie aquí y allá con cuidado de no pisar en el lugar equivocado porque los bultos resbaladizos de la roca se confundían con serpientes enroscadas en sí mismas, húmedas, marrones, de la textura con que trabaja el alfarero. Un irregular redondel de luz me iluminaba en lo alto. De pronto un latigazo que llegaba desde la pared irreprimible se abatió sobre mi brazo desnudo. No asistí a sus consecuencias porque en ese preciso instante me desperté consciente de que tenía el tiempo justo para ducharme, desayunar, coger la bici y presentarme en mi puesto de trabajo.

No veo ningún sentido a la interpretación de los sueños. Por más retórica científica con que se adorne el interpretador, los libros dedicados a la materia no se apartan del revoloteo insustancial de la quiromancia o de la astrología. Creo más bien que lo que soñamos son restos de los materiales que hemos usado en los días precedentes, como una memoria ram que no se acabara de limpiar.

Veamos, el día anterior me había entretenido mirando las imágenes de la nueva exposición de la Tyssen dedicada al erotismo en el arte, con un título que, me parece, promete más de lo que da, Lágrimas de Eros. Reparé -y comenté- en esta imagen de James White, que viste la desnudez de Rachel Weisz con una serpiente pitón en zig zag. El erotismo de la imagen procede más del choque con la memoria de tantas vírgenes vestidas con serpientes y medias lunas a sus pies, ahora desnudadas por el fotógrafo, que del esfuerzo de seducción de la actriz de Ágora.

Este julio pasado me dejé atrapar por la lujuria de Costa Rica, humedad y calor, gratuita feracidad. Entre tantos descubrimientos, uno de los más llamativos fue saber que existía la serpiente terciopelo, la más mortal, la que más muertes provoca, semiarbórea, que se esconde en la hojarasca o entre las raíces, excitable e impredecible, con una camada media de unos 30 ejemplares, y de hasta 80 y 100, la única a la que no se perdona la vida si se cruza en el camino, la única que no está protegida.
Y por fin, este fin de semana subí al pico Lobo, el más alto de la sierra de Ayllón, en la provincia de Segovia, el panorama que ofrece desde lo alto es espléndido. Había llovido en los días pasados pero el suelo estaba casi seco.
Supongo que todos esos elementos estaban en mi memoria y el sueño trabajó con sus retazos.

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