jueves, 16 de julio de 2009

Una novela rusa

Una novela rusa es una novela burguesa, del único modo posible que ahora se pueden hacer novelas burguesas, escribiendo junto a la historia que se cuenta el making off. Interesa por su estilo desenfadado, moderno, por estructura aparentemente desordenada, por la mezcla de lo culto y lo vulgar, por la referencia a personajes conocidos de la élite francesa, por la aventura amorosa que describe, por los secretos familiares que el autor, hijo de escritores famosos, desvela.

Una estructura que entreteje diversas historias, la de un campesino húngaro encerrado durante 53 años en un psiquiátrico ruso, que lleva al narrador, Emmanuel Carrère, a una ciudad perdida en la fealdad, Kotelnich, a seguir la de su propio abuelo ruso colaborador de los nazis en la Francia ocupada, a perseguir la lengua olvidada de su infancia, la de una crónica familiar, las relaciones con sus padres famosos, cultos, egoístas, solitarios, y la de una historia amorosa con una mujer, unos cuantos escalones por debajo de la élite, cuyo núcleo es una carta muy erótica que publica en Le Monde un día de julio de 2002 a esa mujer, y que transcribe en el libro para desvelar sus efectos. El libro al modo de Sebald sigue las huellas de la realidad, las huellas del propio escritor, escrito para que lo lean su familia, sus amigos, sus amantes para interactuar con ellos, con el lector como testigo curioso, sorprendido, del que se espera que aplauda al final de la jornada a quien ha tenido el coraje de desnudarse de ese modo. Y sin embargo...

Sin embargo, Emmanuel Carrère puede jugar de esa manera porque puede y porque escribe y vive con red, lo que no podemos hacer la mayor parte de los mortales. Él lo sabe y lo escribe:
He tardado en comprenderlo y también que a sus ojos pertenezco al círculo a la vez encantado y odioso de los herederos. Al nacer me lo dieron todo, me dice: la cultura, la buena posición social, el dominio de los códigos, gracias a lo cual pude elegir libremente mi vida y vivir haciendo lo que se me antoja, al ritmo que me apetece. Nuestras vidas son diferentes, nuestros amigos también. La mayoría de los míos se dedican a actividades artísticas, y si no escriben libros o filman películas, si, por ejemplo, trabajan en la edición, eso quiere decir que dirigen una editorial. Allí donde yo soy amigo del jefe, ella lo es de la recepcionista. Ella forma parte, al igual que sus amigos, de la población que toma el metro cada mañana para ir al trabajo, que tiene un abono mensual, vales de restaurante, que envía currículos y solicita vacaciones. Yo la quiero, pero no me gustan sus amigos, no me siento cómodo en su mundo, que es el de los asalariados modestos, gente que dice "pa París" y que va a Marrakech con el comité de empresa. Soy consciente de que esos juicios me juzgan, y que dibujan de mí un retrato desagradable. No soy solamente ese hombrecillo seco, poco generoso. Puedo ser abierto con los demás pero cada vez más a menudo me rebelo, y ella me guarda rencor.




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