jueves, 7 de mayo de 2009

Dos vidas. Gertrude y Alice

Janet Malcolm enseña su método de análisis con una imagen muy física, a cuchilladas. Resulta que el New Yorker le encargó un estudio sobre Gertrude Stein, la escritora norteamericana a la que Picasso pintó en aquel famoso retrato. Malcolm ofreció su estudio en dos tiradas, ahora recogidas en este libro. En la primera trata de responder a una cuestión algo morbosa, cómo dos mujeres judías y lesbianas norteamericanas, la Stein y su compañera Alice Toklas, pudieron sobrevivir en la Francia colaboracionista de Vichy. En la segunda parte se enfrenta al voluminoso -más de 800 páginas de letra menuda-, Ser norteamericanos, que pasa por ser un hito en la literatura vanguardista de principios del XX. Aquí, el cuchillo. Todos los críticos habían fracasodo en el intento, no pasaban más allá de la página 30. Janet Malcolm se lo toma como un reto y, tras sus propios fracasos, da con el método. Coge un cuchillo de la cocina y parte el volumen en cuatro pedazos iguales. Así es como pudo finiquitar tan ardua tarea, y con provecho para el lector.

Lo que hace interesantes los libros de Janet Malcolm es que muestra en ellos tanto el resultado de su análisis como el laborioso esfuerzo que requieren, el camino que la propia Malcolm ha de recorrer para conseguirlo, el pequeño éxito del hallazgo inesperado y la frustración por haber dado crédito a algo incierto, sus livianas certezas y sus grandes dudas.

Hay una interesante historia que muestra esta forma de trabajar. En una carta dirigida al New Yorker, poco después de que Gertrude Stein publicase Guerras que he visto, un lector la acusa de ser insensible ante el infame asalto de la Gestapo a un orfanato de la localidad de Izieu, a pocos kilómetros de donde ella vivía. 44 niños judíos junto con siete supervisores fueron deportados a los campos de la muerte. El autor insinuaba que Gertrude Stein había callado sobre ese suceso en su libro. En él la Stein, por el contrario, aseguraba que sólo comenzó a saber tras la liberación, con la llegada de los soldados americanos. Malcolm contacta con una amiga de la escritora, Joan Chapman, que vivía en la misma zona, que le dice que no se enteraron de lo que sucedió en Izieu, estaban a unos 30 kms y por entonces la gente sólo se movía andando o en bici y nada se comentaba de asuntos delicados, pero le narra una anécdota. El director de un orfanato le pidió a la madre de Champan que escondiese a un niño judío de cinco años, Gertrude fue a conocerlo, la madre de Joan le había tomado cariño y consultó con Gertrude si debía adoptarlo. Esta le dijo que no, que un niño judío debía ser adoptado por una familia judía. A Malclom, cuando conoce la anécdota, se le hiela la sangre, lo comenta con sus amigos y especula sobre la vida, más bien la muerte, de aquel niño.
Un año después, Joan Chapman va a EE UU y contacta con Malcolm, vuelven a hablar del asunto. El consejo de Stein no había puesto en peligro la vida del niño: el niño judío sólo se había ido a vivir con una familia judía después de la liberación.
Janet Malcolm concluye esta historia con este comentario: la precariedad del conocimiento humano es una de nuestras pocas certezas. Casi nada de lo que nos cuentan sigue siendo lo mismo cuando se vuelve a contar.


El libro de Janet Malcolm comienza de este modo:
Cuando leí por primera vez el libro de cocina El libro de cocina de Alice B. Toklas, Eisenhower ocupaba la Casa Blanca y Liz Taylor había conquistado de Eddie Fisher tras quitárselo a Debbie Reynolds. El libro, publicado en 1954, me lo regaló un miembro del grupo de jóvenes pretenciosos con los que me relacionaba en aquel entonces, gente que sólo sentía un alegre desdén por la cultura estadounidense de medio pelo y cuya revolución contra el conformismo de la época consistió esencialmente en patrocinar una tienda de muebles llamada Design Research y en escribirse amaneradas cartas, inspiradas en la amanerada correspondencia de ciertos escritores homosexuales famosos aún no reconocidos como tales. El libro de cocina de Alice B. Toklas encajaba a la perfección en nuestro programa de afectada inmadurez: nos encantaba su tono punzante y magistral, su altivez y maledicencia.
¿Quién, después de leer esto, no va presto a una la librería para proseguir la lectura? Es lo que demuestra no haber hecho este quejica, que perdida la imaginación que una vez tuvo, se dedica a reseguir las trazas de campanas oídas en la bruma de la contraportada del libro de Janet Malcolm.


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