Hubo un tiempo en que los guionistas creían en la inteligencia del espectador. Ofrecían referencias a la cultura clásica, recreaban sucesos históricos o se inspiraban en la historia de la literatura o en la filosofía. A veces sus propios guiones eran tan enrevesados que ponían a prueba la paciencia y el orgullo de quien iba al cine como quien va al gimnasio para entrenar las sinapsis cerebrales. Uno buscaba la lógica de la trama y sabía que al final los interrogantes serían resueltos y todo enigma encontraría su resolución en algún razonamiento elaborado o en alguna ley científica que uno desconocía.
Así, las películas de ciencia ficción eran adelantos de la ciencia por venir u osadas suposiciones que alguna vez obtendrían confirmación. Por eso me gustaba la serie de Star Trek o sus sucesivas variaciones en pantalla grande.
Pero la adolescencia que se ha apoderado de muchas opciones políticas de nuestro tiempo, de los programas de televisión y del consumo cultural también lo ha hecho del cine y de esta serie en particular. Que digo adolescencia, infantilización. El argumento de esta Star Trek (Star Trek XI) es infumable, los escenarios y maquetas de cartón, la acción está tomada del peor de los video juegos y las propuestas tecnológicas, adelano del futuro, que en otro tiempo eran tan atractivas, se apoyan en la nada, pues nada es verosímil y el miedo al ridículo lo han perdido. Así que si a alguien se le ocurre ir al cine que deje el cerebro en casa y acuda como quien va a un recinto donde para acompañar las palomitas ponen imagénes muy movidas, fuegos artificiales y mucho y variado ruido. Y a masticar sin miedo, no hay peligro de que uno se pierda una frase sorprendente o una réplica de interés.
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