martes, 10 de junio de 2008

Treinta líneas

Qué le queda al escritor, que se dice tal, para mostrarse en cuanto tal. Si echa un vistazo al pasado le entra el vértigo, pues qué puede añadir a lo que otros dijeron con seguridad mucho mejor que él. El escritor habla de la experiencia humana, de los hechos y dichos de los hombres, cuando no fantasea. A la fantasía, los grandes escritores no la tuvieron en gran estima. Hay alegorías famosas entre los escritores del pasado, pero siempre como trasunto o circunloquio de lo humano. El verdadero escritor, ay, no tiene hoy nada que decir de la experiencia humana, pues, ¿acaso los científicos no lo dicen mejor que él y con mayor verdad, no son ellos quienes están explicando mejor el origen de los sucesos humanos y aún de sus emociones y sentimientos, no son ellos quienes están desvelando la química y la biología del amor, el reducto al que acudían poetas y novelistas para ganar lectores y salvaguardar su privilegiado papel? Quizá le quede el ingenio al escritor actual, o eso que llaman estilo, pero los más ingeniosos de hoy no están entre los escritores, sino en los programas de humor de la televisión o montando shows para entretener a los empresarios que acuden a las ferias. Así que el escritor balbucea sobre su inestable identidad, tan bien remunerada, tan reconocido su papel, tan laureado, tan premiado, alzado a la academia en el pasado, pero, ahora, ay, recluido en la última página del periódico o en el papel satinado del dominical, o peor, asimilado a esos grafómanos que producen libros de a mil páginas, a los que la televisión y el Corte Inglés conceden el mismo título de escritor. Un escarnio compartir mesa de firmas con ellos, de modo parecido a cómo al médico se le grita en su consulta o el profesor es agredido en el aula, los tres, médico, escritor y profesor, bajados de la tarima, puestos al nivel de un camarero y por debajo de un presentador televisivo o de un locutor de programa deportivo. Qué puede pues hacer nuestro escritor. Mascullar como un extraño que no reconoce el mundo que querría describir porque le han expulsado de él, como Platón quería que los poetas fuesen expulsados de su república, no decir nada del hombre de cuyos misterios quería hablar y desvelar, porque otros que trabajan con terquedad y constancia y se confían a las máquinas van destruyendo los mitos que la imaginación había ido creando durante siglos de cultura, gente, ay, que no sabe en qué reside la maravilla del alba o el encanto del atardecer y que hacen del hombre un ser en todo igual a un árbol o a un gato montés.

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Trenta línies

"L’escriptor comença a teclejar amb prevenció. Ha d’escriure un conte curt. Tothom parla, últimament, de les virtuts de la narrativa curta, però ell, si pogués ser sincer, confessaria que detesta els contes en general i els curts en particular. Tot i això, per no perdre passada, s’ha vist obligat a afegir-se a l’ onada de falsaris que simulen ser uns apassionats de la brevetat. Per això l’aterra la lleugeresa amb què els dits se li desplacen per les tecles, de manera que rere una paraula n’apareix una altra i a aquesta n’hi segueix una altra, i una altra, que acaben per configurar una línia, rere la qual se’n configura una altra–i una altra!–sense que aconsegueixi centrar l’assumpte, perquè està avesat a les distàncies llargues: de vegades necessita cent pàgines per començar a intuir de què va el que escriu, i altres vegades ni amb dues-centes no ho aconsegueix (...)".

Quim Monzó. Mil cretins

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Un soneto me manda hacer Violante

Un soneto me manda hacer Violante
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante.

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