Richard Ford es probablemente el escritor americano que mejor ha comprendido en qué consiste el estilo de Raymond Carver y con él la herencia de Chejov. La desaparición del narrador ante la historia, contada con frialdad parecida a cómo los sucesos ocurren en la naturaleza, desprovistos de carga emocional y de sentido. Como si en la narración contemporánea los actos humanos quedasen mineralizados. A esa actitud del escritor moderno han contribuido la fotografía y el cine, y también el espíritu científico. Es como un último intento para que la literatura tenga alguna utilidad. El Richard Ford que a mí me ha interesado es el de los cuentos. Encontré magníficos los recogidos en Rock Springs (1987), como también su "Antología del cuento norteamericano". Algo menos su novela Incendios (Wildlife) (1990), que en realidad es uno de sus relatos alargado lo suficiente como para parecer una novela. Me han interesado menos, sin embargo, sus extensísimas novelas. Creo que no casan bien con el estilo que antes he descrito. Sin embargo se ha empeñado por ese camino como tantos otros escritores americanos recientes, que contra el espíritu de la época, el del tiempo comprimido y las vidas fragmentadas que vivimos, se empeñan en buscar lectores de otro tiempo. Así sucede con El día de la independencia (Independence Day) (1995) o la reciente Acción de gracias (The Lay of the Land) (2006).
Pero lo que quiero ahora destacar no es la novela de Richard Ford, sino el prejuicio de su reseñador. Juan Manuel de Prada, "El fárrago de los días" (ABC. Las artes y las letras). Para él, el hiperrealismo, que es como definen a este estilo mineralizado del que hablo algunos críticos, es un defecto, cuando yo creo que es precisamente su mayor virtud. Y por qué es un defecto. Reconoce que es una buena, o la mejor manera de describir -habla de delectación morosa, y de regodeo en la prolijidad- "la descomposición de lo humano, que quizá es lo que caracteriza al hombre medio de nuestra época". Pero, el problema, dice, radica en que los sucesos cotidianos no deben confundirse con la propia vida. No entiendo cómo pueda hacerse esa escisión. "La literatura, si aspira a no perecer por agotamiento, tendrá que volver a dar cuenta de la razón de vivir", apunta, como critica fundamental al escritor. Un buen escritor no lo es si no hace un acto de fe en el sentido de la vida. Otra vez con el sentido a cuestas, pues. Parece que el reseñador venga de las brumas del siglo XIX, cuando un Dickens o un Galdós debían poner orden en el caótico mundo de la revolución industrial. Pero el hombre del siglo XXI sabe que no tiene más que a sí mismo para ponerse a caminar, ya no puede moverse con la joroba del sentido adosada al cuerpo. Como todos los hombres de fe, el reseñador no alcanza a comprender que la vida no sea otra cosa que los sucesos que la encarnan, y que, precisamente, no son hombres discapacitados los que se atreven a vivir sin ayudas exteriores.
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