sábado, 24 de mayo de 2008

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

Una película como esta es el mejor ejemplo de en qué nos hemos convertido los ciudadanos. En meros consumidores. Además del pago de la entrada, brazadas de palomitas, coca colas y un porrón de imágenes. Qué se nos ofrece a cambio. Decorados mil veces vistos, tantas veces vistos que ya sabes cómo son por delante y por detrás, dónde están los rastros de pintura, cómo se parten por la mitad los coches, dónde acaba la cascada, cómo son los añicos de los cristales rotos, qué longitud tienen las caídas, de qué material están hechas las serpientes. También sabes cómo comienza el fuego de una explosión y cómo se apaga. El espectador que ve esta película la ha visto mil veces, conoce los trucos, la emoción de las caídas y los falsos golpes, el aliento de las serpientes hasta un palmo de la cara. Conoce todas las partes de la saga, sus imitadoras, las precuelas, los documentales de cómo se hizo, la vida de los guionistas, de los músicos, las anécdotas fabricadas que los actores vivieron, sus aficiones, la reproducción en los parques disney o port aventuras. Así que ningún espectador es virgen. Es imposible reproducir la sorpresa de la primera vez, ni siquiera en los niños que se atiborran de palomitas.

No es que sea una película aburrida. El guión no tiene nada de original, no hay personajes, sólo máscaras o caricaturas, sucesión de acciones trepidantes, pero sin sorpresas. Los actores no actúan, sólo ponen la jeta –ya se sabe que Harrison Ford sólo tiene un registro-, repiten el gesto una y otra vez. A qué vamos entonces al cine. Vamos porque nos han vendido muy bien el producto, como vamos a un restaurante con niños o a un parque de entretenimiento o a un centro comercial. Para matar el tiempo. Para estar entretenidos. Probablemente el producto sea tóxico, no demasiado, como las hamburguesas, como los vaqueros ceñidos, como las series de televisión, como la caravana que llega hasta la entrada de Port Aventura, como los telediarios, como la playstation. Pero la gente está en ello. Quizá no tiene otra cosa.

La trama, agentes rusos o agentes dobles, arqueólogos en busca de un macgufin, Indy que reencuentra a su novia y descubre un hijo, los peligros y misterios de la selva amazónica. El look de película del hollywood clásico, coches de época, vestuario de época, casa e interiores de época. Las alusiones a la guerra fría, al periodo de los conquistadores, a las culturas antiguas. La vieja obsesión de Spielberg por la vida extraterrestre. Todo eso cuenta poco, el ligero barniz para la cultura media del hombre medio, que resbala indolora, inodora, insípida por entre las palomitas crujientes y las burbujas de la coca cola. Lo justito para que la sucesión de carreras, golpes, caídas, hormigas devoradoras tenga algún sentido. No importa que a Indiana Jones se le vean las arrugas, que sus torpes saltos no hagan creíble la acción, que Cate Blanchett no puede ser tan limitada actuando, que a Jonh Hurt se le haya olvidado actuar, que el romance entre Indiana y Karen Allen no produzca ningún chispazo.

Bueno, quizá la larga secuencia inicial, con su gran panorámica del desierto, un descapotable azuzando a un coche del ejército para hacerle competir en una carretera de doble dirección, el asalto de los malos, disfrazados, a una zona militar restringida, la búsqueda en un gran hangar de un objeto misterioso, la explosión de una bomba nuclear en el desierto, compense el pago de la entrada. Es una secuencia del mejor cine clásico, lo mejor de la película, la promesa de un disfrute que el largo metraje, si embargo, frustrará. Con lo que me gustó En busca del arca perdida.

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