viernes, 25 de abril de 2008

Alquilas una habitación en un motel

Si alguien decide sumarse a la larga tradición de los profetas de la catástrofe y sacar provecho, lo que se le ha de exigir es que su obra sea grande y el público quede satisfecho. Grandes estilos artísticos con obras imperecederas, como el románico o el barroco, surgieron de la amenaza del fin del mundo o del miedo al infierno. Escritores excelsos como Dostoievski o Sigmund Freud elaboraron novelas o incluso sistemas filosóficos sobre la amenaza que el propio hombre representa para sí mismo. Los profetas de ahora mismo, de consuno con los tiempos que vivimos, ofrecen obras mediocres que encantan a periodistas, a algunos políticos y sobre todo a la moribunda televisión que no sabe como prolongar su agonía. Véase Al Gore y su retórica Una verdad incómoda. O este novelista que produjo una interesante variación sobre el uso alternativo del papel higiénico en Ampliación del campo de batalla, que después ha copiado, sin apenas cambios, en libros más gordos y más malos.

Lo traen ahora a Madrid para participar en uno de esos aquelarres culturales que tanto gustan a los políticos, la Noche de los Libros en la Comunidad de Madrid, y el periodista, al que se le acaban los adjetivos (“ninguna concesión a la hora de retratar el vacío”) para describirlo, lo junta a un mindungui que decidió apellidarse infierno, Richard Hell (“Hell está ahora orgulloso porque Kate Moss lleva una camiseta con una imagen suya de 1980). Así que juntos mantienen una conversación tal que así, digna de publicarse en un periódico socialdemócrata (Ya se sabe, nosotros/ellos, América, en fin, todo eso):

Michel Houellebecq. Yo tenía un proyecto hace un tiempo. Quería ir a Estados Unidos y tirarme allí un año. En un lugar pequeño de Iowa, por ejemplo. Para entender lo que pasa, para meterme en su mentalidad. Tú eres de allí, ¿no?

Richard Hell. Sí. No hay otra, es mi destino.

M. H. ¿Qué me recomiendas que haga para entenderlos? ¿Dónde debería ir?

R. H. De un lado a otro. Por la carretera. Es la mejor forma. Alquilas una habitación en un motel, sales a dar un paseo, le preguntas a la gente qué tal, te responde. Te vas enterando.

M. H. ¿Pero hablan de todo? Quiero decir, yo no entiendo lo que les pasa con Dios, por ejemplo. No sé si se lo creen del todo.

R. H. No siempre se les puede comprender. Yo tengo que hacer lo mismo que tú, pero con Los Ángeles. Ir un año. Igual así me entero.

M. H. Estuve leyendo un montón de thrillers. Me encantan. Cosas de Theodore Roszak, esa historia de El diablo y Daniel Silverman, por ejemplo. O John Grisham. Bueno, me asombra lo cínicos, fríos y distantes que son para retratar las cosas que ocurren en el mundo del trabajo. Pero se vuelven sentimentalones cuando hablan de la familia.

R. H. Pasa mucho con la familia. Pero con la nación también, o con la religión. Buscan un grupo compacto en el que sentirse integrados y protegidos. Contra todos lo demás.

M. H. Es asombroso lo de la familia. Siguen pensando que su mujer es la mujer más sexy, aun cuando eso, por la edad, resulte ya imposible. Y con los niños. ¡Cómo se portan con los niños! Saltan de alegría en cuanto los ven...

R. H. Debe de ser porque no tenemos raíces. No hay nada que rascar, no hay valores que vengan de atrás. Sólo está la televisión. La gente hace lo que ve en las sit-com, esas comedias donde todos sonríen y se toman muy en serio.

No hay comentarios: