Un hombre, cualquier hombre decente, está dispuesto, porque está dentro de sus expectativas, a asumir responsabilidades que deriven de sus acciones. Casarse y tener hijos, pagar una hipoteca, mantener un negocio. Pero qué pasa, cuando la obligación llega de improviso, sin que forme parte de las expectativas. Uno piensa que las obligaciones son de los padres con respecto de los hijos. Pero los padres enferman y envejecen hasta el punto de no valerse por sí mismos. Hasta hace bien poco los hijos asumían esa obligación de modo natural, cuidar a los padres viejos. Ya no. El gobierno del PSOE ha aprobado una escuálida ley de dependencia. No parece que vaya a resolver el enorme problema que se nos avecina. Las ayudas son pocas, el superávit del Estado se diluye y no todo el mundo puede pagar las caras residencias para ancianos. Como siempre los políticos fallan en lo importante, prevenir.
Esta película trata de una pareja de hermanos al borde de la cuarentena que se topa de pronto con un padre al que le falla la conciencia. Los problemas que se plantean no tienen que ver tanto con la asistencia que la sociedad americana ofrece –mayor de lo que la típica aversión hacia lo americano nos haría suponer- como con los problemas morales con que se topan los hijos al enfrentarse a un padre desvalido. Ese hecho hace emerger las carencias afectivas de los hermanos, los reproches y las deudas con el pasado y el escalón entre sus sueños y la mediocre realidad de sus vidas.
El guión es confuso, deslavazado, mezcla demasiadas cosas como para ser útil al espectador. Las ciudades –Sun city- artificiales que se crean para separar a los jubilados americanos del mundo real, el brusco hundimiento moral y material que provoca la demencia senil, la frustración y angustia del hombre de clase y edad media, la soledad de los individuos en la ciudad moderna. Demasiadas cosas para que el relato fluya con sentido. Los actores son muy buenos, eso sí, Philip Seymour Hoffman, Laura Linney, Philip Bosco, como la banda sonora, con viejas canciones que pretenden la imposible reconstrucción de la vida para el hombre que ha perdido su conciencia. Al menos, la película tiene la virtud de ponernos frente a una realidad desagradable que debemos afrontar. Mediada la película, una pareja, junto a mí, abandonó la sala.
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“El fin del libro y su lectura no proceden, en especial, de la educación deficiente, la impericia de las editoriales o una siembra de cizaña (¿televisión?, ¿videojuegos?) que lo matan directamente y de raíz. Simplemente, la lectura va a menos porque no encuentra suelo donde arraigar ni espacio donde esponjarse (…) Quien lee se extrae literalmente de la cadena nutricional reinante para insertarse en un nicho marginal. Todo lector, y tanto más cuanto más lo es, traza su fuga y, a su pesar, se convierte en fugitivo de la contemporaneidad (…) En consecuencia, toda lectura de El Quijote con el ánimo de propagar la lectura como signo de salvación social no será sino la chusca representación de una función agotada y la teatralización de la impotencia”.
Así titula elpais.com. Con dos mentiras. El pesquero no estaba retenido, sino secuestrado por los piratas y sus tripulantes no han sido liberados sino rescatados (1.200.000 $).
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