martes, 22 de abril de 2008

El castell de Barbablava

Pocas veces, o ninguna, he podido seguir una historia, en formato ópera, sin que el interés decayese en algun momento, como el sábado pasado en el Liceo, donde se representaba El castell de Barbablava, de Béla Bartók. Una historia entretenida, una música envolvente, una buena interpretación, una puesta en escena espléndida.

Una voz en off, grave, penetrante, anuncia que lo que allí va a suceder bien pudiera no estar en la escenario, sino en el interior del protagonista. Sobre el señor del castillo, Barbablava, corren rumores que lo convierten en un maldito que entierra a sus sucesivas esposas en la mazmorra. La ópera representa la llegada de su última mujer, Judit, con la curiosidad que a su género por tradición se le atribuye. El señor se ve obligado a ir entregando las llaves de cada una de las siete puertas de su lóbrego castillo. Judit, la enamorada esposa, quiere abrirlas para que entre la luz, pero lo que va viendo sucesivamente la espanta y maravilla: la cámara de la tortura, con las paredes teñidas en sangre, la armería, la cámara del tesoro, un mágico jardín con el césped ensangrentado, las tierras del duque igualmente teñidas, un lago de lágrimas y, por fin, la séptima puerta. Al abrirla no ve los esperados cadáveres de sus anteriores esposas, sino a tres hermosas mujeres, pálidas y vivas, que son la esposa de la mañana, la esposa de la tarde y la esposa del anochecer. Judit, encerrada en la séptima cámara, se convertirá en la esposa de la noche.

Poco tiene que ver la historia que nos cuenta Bartok con la del asesino medieval bretón Gilles de Rais, que Charles Perrault transformara en Barba Azul. Lo que cada una de las puertas nos va mostrando no son hechos que conforman una personalidad patológica sino los tormentos y las angustias de un hombre, del hombre, los sueños y ambiciones que no puede lograr sin causar daño o arrastrar culpa. La obra del joven Bartok (1911) responde al simbolismo propio del expresionismo de la época, que juega con los arquetipos y el sentido profundo del hombre y de la mujer, y del impresionismo musical de Debussy, que va punteando cada una de las partes con efectos rítmicos del xilofón, los metales, la celesta, el arpa o la propia orquesta.

La puesta en escena de la Fura dels Baus y de Jaume Plensa es sensacional, absorbente. Con un escenario minimalista, donde el castillo apenas está representado por unas escaleras metálicas. Luz, imágenes en vídeo, telones trasparentes, tiras de letras crean un efecto que remite a una realidad inmaterial, donde la música y los cantantes se presentan con toda su potencia.

Lo mismo puede decirse de la representación de Diari d’un desaparegut de Leo Janacek, que precedía a la obra de Bartok. La Fura crea un ballet de cuerpos desnudos que se arrastran por la tarima hasta rodear al protagonista que apenas emerge de un agujero en el centro del escenario, mientras, este, Janik, el campesino, va recitando poemas de amor a la gitana Zefka. Verdaderamente espectacular.

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