domingo, 10 de febrero de 2008

El llibertí

Es una lástima, porque la manera como estaba planteado el asunto prometía una sesión divertida. Un filósofo, Diderot, se ve obligado a redactar un artículo para la Enciclopedia, sobre moral, en el momento en el que la vida le urge a definirse sobre una serie de dilemas que ponen en cuestión sus presupuestos filosóficos. ¿Cuál es el elemento que define la moral? ¿La libertad, la felicidad, la fidelidad, la belleza, la bondad, el matrimonio y los hijos, la razón, el deseo?

El filósofo se aloja en un pabellón que le cede otro philosophe redactor de la Enciclopedia, el barón D’Holbach. Allí se suceden una serie de escenas que reconstruyen el espíritu de los salones ilustrados del siglo XVIII, donde se combinan el coqueteo del espíritu con el de la carne, la discusión racional con los requerimientos libertinos. La obra trata de las contradicciones del moralista libertino, o del hombre moderno en general, que afirma principios éticos que no siempre está dispuesto a poner en práctica en su vida privada. Ve por ejemplo el matrimonio como algo antinatural, y eso le sirve para justificar sin problemas su conducta libertina ante su mujer, que hija del tiempo se deja convencer de la bondad filosófica de esas acciones. Sin embargo no acepta que su hija quiera quedar embarazada de otro hombre porque la dobla en edad y porque está casado, aunque él mismo está a punto de dejarse seducir por la hija de su huésped.

Un escritor más cuidadoso, más atrevido y más comprometido con su época hubiese aprovechado para actualizar estos dilemas entre principios éticos y vida privada, pero Eric-Emmanuel Schmitt ha optado por situar el asunto en un pasado que no nos compromete y en convertir los dilemas en escenas de vodevil. Si al menos la dirección del espectáculo, Joan Lluís Bozzo, hubiese optado por acentuar el lado erótico festivo de la función la obra hubiese pasado a ser un divertimento, pero ni fu ni fa. Los actores tampoco contribuyen al espectáculo. No hay química entre ellos. Laura Conejero, más atenta a imitar las maneras y la dicción de Nuria Espert –se salva en el extenso monólogo de la segunda parte-, y Ramón Madaula, cultivando una pose de galán para la que su cuerpo quizá ya esté algo maduro, van cada uno por su lado, como ausentes de la función, sin hacer creíble su relación. La única implicada es Nausicaa Bonnín, en su papel de joven seductora del filósofo libertino. Sin embargo para decepción del espectador, en el momento del descordaje, no llega a mostrarnos las profundidades dorsales que el cartel publicitario de la obra prometía. Quizá sea que este viernes no era el día de los actores y la química después de tantas funciones se haya evaporado, si no no se entienden las elogiosísimas –y repetitivas- críticas que el espectáculo ha recibido. En todo caso, teatro burgués que prefiere soluciones moralmente correctas para problemas antiguos a someter al espectador a los quebraderos morales actuales. Y un público muy conservador, el que hace triunfar a esta obra- que va al teatro a ver las mismas caras y la misma moral pacata que en las series de televisión.

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