
Es una escena que no dura mucho, pero de una gran intensidad poética. El director de un hospital, que debe controlar la asistencia de su personal médico al trabajo, hace la vista gorda ante la reiterada ausencia de una doctora. Debería hacer un informe, pero no lo hace, jugándose no sólo el puesto de trabajo, sino algo más. Quizá esa omisión le ocasione la detención, la sesión de tortura y la muerte. Así se lo confiesa a ella, al tiempo que le dice que lo hace por amor. El suyo es un gesto sin recompensa material; el espectador –quizá el director del hospital también- sabe que no puede haber reciprocidad, pero sí que hay recompensa de otro tipo. Poco antes, la doctora le ha dicho a su marido, del que se ve obligada a separarse para no perjudicarle, que el comunismo que ha implantado Stalin no sólo controla la vida pública, también la privada. La libertad ha sido abolida. El director médico, con ese gesto que lo aniquila, defiende su dignidad, su forma de rebelarse contra el orden totalitario.
Esa emocionante escena, que acaba con una caricia en la mejilla y con un beso en los labios de la doctora a su director médico, es lo mejor, junto con la interpretación de Flotats, en el papel de Stalin, de esta pequeña pieza dramática que se representa en el Tívoli de Barcelona. La obra está basada en la novela de Marc Dugain (Senegal, 1957) Une exécution ordinaire. La función no tiene mayor volada, por lo menos no la de aquellas representaciones teatrales de los setenta en que los actores se jugaban el tipo haciendo teatro político. Este Stalin se agota en la representación de cada tarde. Ya está todo dicho sobre el asunto. La pasión comunista es un pedazo de hielo en el congelador de la memoria, que no admite haberla defendido hasta la muerte (es el decir de la retórica socialista). Sin embargo, esta obra hubiese sido imposible en aquella época, no porque el franquismo la hubiese prohibido, sino porque no cabía en las expectativas del público. No se podía criticar a la ideología enemiga del franquismo. No había una masa intelectual suficiente –los que formaban la opinión eran compañeros de viaje- como para desacreditarla ante el gran público. La gente no puede vivir sin esperanza, decían los cínicos. Mutatis mutandis es lo que dice este Papa en su nueva encíclica: "un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza". Sustituyamos Dios por comunismo y tendremos la solución a alguno de los enigmas del siglo XX. Entre ellos esos curiosos viajes ideológicos de ida y vuelta entre marxismo y cristianismo.
Azúa por partida doble.
Contra la jactancia solo hay un remedio: aceptar que somos insignificantes, efímeros, fugaces. Razón por la que es imperioso leer los Ensayos.
Los buenos son estupendos, los malos son asquerosos, pero los tontos son lo peor, porque hacen daño sin darse cuenta. Hay que negociar con buenos o con malos, jamás con tontos. El tonto es el que lo pierde todo y a ti te arruina. Y me temo que la política española está en manos de los tontos. Yo preferiría a los malos.
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