domingo, 3 de junio de 2007

Arcadia en el TNC

Es difícil resumir la intricada trama de Arcadia, la obra de Tom Stoppard que se presenta en la sala pequeña del TNC. En un mismo escenario, la sala de lecturas de una villa inglesa, se alternan distintos episodios del pasado -1809- y el presente. En aquéllos se muestra la respuesta de distintos personajes vestidos a la moda imperio a una serie de lances amorosos en una época libertina. Un tutor ilustrado (Septimus Hodge), seductor sucesivamente de la mujer de un poetrastro, dispuesto a cualquier cosa con tal de ser reconocido, y de la dueña de la casa (a la que no se ve en la función), delante de todo el mundo, que enseña ciencias y los asuntos de la vida a Thomasina, una chica de 13 años, que irá destapando una mente brillante y un cuerpo apasionado, aspectos en los que sobrepasará a su tutor, y que éste tomará en serio demasiado tarde. En el presente, tres personajes de una época escéptica y desencantada, una escritora, un filólogo y un matemático que investigan los sucesos de aquel año, 1809, sucesos que el espectador irá sabiendo antes que ellos. A la escritora le intrigan los personajes y sus sentimientos, en especial uno misterioso que vivió en el eremitorio que en la época anterior se construía siguiendo las pautas del pintoresquismo (una de las bromas de la obra es atribuir a Byron el parafrásico “Castillos ingleses y poetas escoceses” por su “Bardos ingleses, críticos escoceses” (1809) ; al filólogo, la estancia de Byron en aquella casa, al que no se ve en toda la función (segunda de las tres ausencias en la obra), y la causa de su extraña huida de Inglaterra en ese mismo año, que él filólogo cree descubrir en la supuesta muerte del poeta clasicista en un duelo de honor; al matemático, el descubrimiento por parte de Thomasina de las ecuaciones autogeneradas (algoritmos iterativos) en las que la solución de una es la incógnita de la siguiente, con las que pretende explicar cualquier fenómeno natural o social y que anticiparía en siglo y medio la teoría del caos. (Por cierto, Stoppard aplica esa estructura al desarrollo de su obra).

A tan ambiciosa estructura, que requiere una gran concentración por parte del espectador, el autor añade distintas capas de significado, históricas, la transición entre la ilustración, (Hodge) y el romanticismo (Byron), filosóficas, el acercamiento racional a la realidad (desde la mecánica newtoniana a las ecuaciones que todo lo han de explicar) frente a la liberación de los impulsos pasionales (la urgencia por vivir antes que la energía se diluya) o sociológicas, la necesidad de reconocimiento (escritora), la búsqueda de la notoriedad por encima de la veracidad (filólogo), el ensimismamiento del científico cuyas fórmulas le ciegan la visión de lo humano. Además, las dos épocas que se alternan en el escenario, se muestran con lenguajes diferentes, diálogos mordaces, replicas chispeantes, a lo Wilde, en la primera; personajes cínicos, egoístas, a lo Harold Pinter o Edward Albee, capaces de cualquier cosa para triunfar, en la segunda.

Pero hay un problema. Si todo se redujese al chisporroteo de la inteligencia, y el autor lo exhibe sin pudor, teorías científicas, nombres, datos de época, ingenio, hasta abrumar al graderío, (a lo que contribuye el traductor con su querencia por los juegos lingüísticos, el enigmista Marius Serra), la obra tendría su gracia, aunque no iría muy allá. Pero el autor es ambicioso como hemos visto. Cuando, al final, los personajes de las dos épocas confluyen juntos en el baile de disfraces, último episodio, mismo espacio, para desvelar el hallazgo matemático y mediante éste las pasiones humanas, aparece como imposible la explicación de éstas por aquél. Del mismo modo la obra, pues si la mitad de los personajes se han afanado en atrapar y explicar la vida con predicciones y ecuaciones, la otra mitad debería haberla vivido intensamente –el personaje, Thomasina, que más lejos llega en lo primero, también lo hace en lo segundo, tanto que se abrasa en el intento-, pero no sucede así, pues estos últimos no viven sus pasiones sino que las hablan, con un tonillo algo elevado, por cierto, para un tema y una sala pequeña que requeriría intimidad y complicidad, por lo que la obra queda coja porque es en exceso cerebral y verbal. No hay carnalidad (la tercera ausencia), es decir, implicación de los cuerpos, erotismo, sensualidad. La prueba está en la reacción de los espectadores con sus risas cerebrales –¡lo he pillado, no soy tonto!- ante los diálogos wildeanos, pero sin esa risa sorda del cuerpo cómplice que se reconoce y disfruta con lo que sucede en el escenario.

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