A tan ambiciosa estructura, que requiere una gran concentración por parte del espectador, el autor añade distintas capas de significado, históricas, la transición entre la ilustración, (Hodge) y el romanticismo (Byron), filosóficas, el acercamiento racional a la realidad (desde la mecánica newtoniana a las ecuaciones que todo lo han de explicar) frente a la liberación de los impulsos pasionales (la urgencia por vivir antes que la energía se diluya) o sociológicas, la necesidad de reconocimiento (escritora), la búsqueda de la notoriedad por encima de la veracidad (filólogo), el ensimismamiento del científico cuyas fórmulas le ciegan la visión de lo humano. Además, las dos épocas que se alternan en el escenario, se muestran con lenguajes diferentes, diálogos mordaces, replicas chispeantes, a lo Wilde, en la primera; personajes cínicos, egoístas, a lo Harold Pinter o Edward Albee, capaces de cualquier cosa para triunfar, en la segunda.
Pero hay un problema. Si todo se redujese al chisporroteo de la inteligencia, y el autor lo exhibe sin pudor, teorías científicas, nombres, datos de época, ingenio, hasta abrumar al graderío, (a lo que contribuye el traductor con su querencia por los juegos lingüísticos, el enigmista Marius Serra), la obra tendría su gracia, aunque no iría muy allá. Pero el autor es ambicioso como hemos visto. Cuando, al final, los personajes de las dos épocas confluyen juntos en el baile de disfraces, último episodio, mismo espacio, para desvelar el hallazgo matemático y mediante éste las pasiones humanas, aparece como imposible la explicación de éstas por aquél. Del mismo modo la obra, pues si la mitad de los personajes se han afanado en atrapar y explicar la vida con predicciones y ecuaciones, la otra mitad debería haberla vivido intensamente –el personaje, Thomasina, que más lejos llega en lo primero, también lo hace en lo segundo, tanto que se abrasa en el intento-, pero no sucede así, pues estos últimos no viven sus pasiones sino que las hablan, con un tonillo algo elevado, por cierto, para un tema y una sala pequeña que requeriría intimidad y complicidad, por lo que la obra queda coja porque es en exceso cerebral y verbal. No hay carnalidad (la tercera ausencia), es decir, implicación de los cuerpos, erotismo, sensualidad. La prueba está en la reacción de los espectadores con sus risas cerebrales –¡lo he pillado, no soy tonto!- ante los diálogos wildeanos, pero sin esa risa sorda del cuerpo cómplice que se reconoce y disfruta con lo que sucede en el escenario.
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