Aprecia Tony Judt, en su reciente Pasado imperfecto, cuatro posturas en el debate intelectual en la Francia de los años cuarenta y cincuenta frente al estalinismo. El rechazo frontal, de autores que como Aron quedaron al margen de la corriente intelectual que dominaba la vida parisina (En otros países corrieron suerte parecida gente como Ignacio Silone, Manes Sperber, Milosz o Koestler). Simple aceptación de las consignas y de los hechos, por parte de los “intelectuales del partido” (oxímoron) como Aragon. Crítica, desde posturas radicales compatibles con la oposición al comunismo; es el caso de Edgar Morin y del grupo de “socialismo o barbarie”, que por lo general fueron perseguidos más allá de su irrelevancia, porque los que disponían del mandarinazgo intelectual (el poder) no querían disputa alguna en su monopolio de la verdad. Y, por fin, estaban los compañeros de viaje, Sartre, Mounier, Vercors o Merleau-Ponty que no condenaban ni defendían las obras de Stalin, sino que las explicaban. Es lo que le convenía a Stalin, disponer de unos intelectuales que no pertenecían al partido, pero que le eran mucho más útiles con su apoyo externo. Desmoraliza saber que la posición más ajustada a los hechos es la que menos repercusión tuvo. En cambio, el debate intelectual entre los intelectuales partidarios, cuyos argumentos no dependían de las evidencias sino de sus disputas internas, es el que triunfó en aquellos años con un gran coste, no sólo para Francia, que pasaría sin pena ni gloria en la hora de la liberación de los países del este de Europa, sino también para la izquierda europea en general, que desde entonces no se ha recuperado de su falta de realismo y de su falta de valentía.
**
Sobre este mismo asunto publica hoy un inmejorable artículo Félix de Azúa en El Periódico. “Lo único que aterra a quien vive sumido en una fe, dice Koestler, es perderla”.
**
En una
entrevista con Sánchez Ferlosio siempre hay pensamientos jugosos.
"Nunca se convence a nadie de nada".
No hay comentarios:
Publicar un comentario