sábado, 3 de marzo de 2007

Boulevard Solitude

Una guapa moza se enamora de un estudiante, pero tiene la desgracia de tener un malvado hermano que quiere vivir a su costa. Primero la prostituye con un rico burgués gilí y luego con su hijo. Las vidas de Manon y Armand, la chica y el estudiante, se van deslizando hacia el abismo, prostitución y droga, pero se quieren, hasta que el hermano proxeneta y ladrón, tras un frustrado robo, mata al burgués gilí, pone en manos de su hermana la pistola homicida y la encarcelan. Armand es un despojo humano cuando, viendo a Manon, junto a otros presos, conducida a prisión, baja el telón.

Pensé que nunca me divertiría con una ópera. Pero ha ocurrido. Por fin una ópera que habla a la sensibilidad del hombre actual, bueno actual, la ópera se estrenó en 1953, aunque ha tardado todos estos años en llegar al Liceo. He visto óperas que eran un continuo bostezo, otras que son ilustraciones antiguas, amarilleando por los cuatro costados, como esas postales de los museos provinciales que dicen ser del pintor tal y cual, otras en las que el director de escena se esfuerza tanto qué, sí, ¡qué bonito!, pero le sorpresa no dura más allá de cinco minutos, porque ¿quién aguanta media hora delante de un cuadro que no acaba de ser una obra maestra? Pocas veces a una ópera la salva la música, pero ¿cuánta gente va al Liceo a escuchar música?

Boulevard Solitude, la obra de Hans Werner Henze, tiene además la virtud de durar lo que dura una buena película, que debe ser el tiempo ideal que el hombre común aguanta en el asiento sin mover el trasero. Henze la escribió con 25 años pero supo atrapar, bajo los moldes de Manon Lescaut, del Abate Prevost, el espíritu de nuestra época, bueno, el espíritu de la posguerra, tanto musicalmente como en el tema. Por el hall de una estación, decorado frío y gris, en un ir y venir nervioso, deambula un grupo de personas solitarias o acompañadas, pero en silencio, por entre grandes pilares y una empinada escalera que sube a los andenes. La escena se repite durante los muchos interludios orquestales, siete. Las mismas personas van y vienen en recorridos circulares, recuperando cada vez el ambiente de estación. En las siete escenas en que está estructurada la ópera se reproduce con cierta fidelidad la historia que tantas veces se ha llevado a la ópera (Massenet, Puccini, entre otros). Pero ahora la historia ya no está contada en el estilo decadentista o posromántico en que fue escrita, sino en otro, ¿existencialista?, que muestra seres a la deriva, nihilistas. La gracia de Henze, y supongo que del director de escena, consiste en que al concentrar la historia en el tiempo canónico de una película, el contraste que se produce entre un envoltorio dinámico, muy dinámico (ir y venir de los figurantes, ritmo musical a lo Stravinsky, cambio de motivos y estilos musicales) y emociones muy frías es extraordinario, aquello de la pasión de fuego y hielo, pero aquí al revés, dinamismo externo, frialdad emocional por dentro. Además Henze, para ser tan joven cuando la escribió, no se deja amedrentar por el serialismo y por ello su lenguaje es más moderno, que el de Webern, por ejemplo, y utiliza lo que era la música de su tiempo, no sé si del nuestro, serialismo, sí, lo justo, pero también jazz (Gershwin), chanson francesa, musical (Kurt Weil).

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