Pensaba en ello viendo la exposición que el Prado dedica a Tintoretto. Aunque sus mejores obras ya podían verse en el museo antes de la expo y podrán seguir viéndose después, la ocasión aporta lo que en una visita normal no se aprecia, la singularidad del pintor, resaltada por el contexto del que hablaba Eco.
Una de las cosas más instructivas en arte es comparar una obra con otras. Así el autorretrato del pintor envejecido frente a otro del Durero adulto; la Susana blanquísima de su Susana y los viejos frente a los muchos pintores que trataron el tema, la agitada y barroca composición circular de La última cena frente al Lavatorio del Prado, pintadas ambas para la iglesia de San Marcuola de Venecia, con sus increíbles perspectivas preparadas previamente sobre maquetas colgantes. Pero donde gana especialmente el pintor es comparándolo con sus compatriotas venecianos, el Veronés (la Presentación en el templo, tema repetido por los dos) o Tiziano (la burlesca escena del adulterio en Venus, Vulcano y Marte, frente a la sensual Dánae de éste). También es interesante ver su evolución manierista, sus vaporosos colores, los cuerpos torsionados o sus violentos escorzos, ver como influyó en los pintores posteriores y, con más claridad que en ningún otro, en el Greco donde tan evidentes son sus huellas. Decía Paolo Pino en 1548: “La excelencia de la pintura se basa en el ‘disegno’ de Miguel Ángel y en el ‘colore’ de Tiziano”. Viendo la exposición, en las pinturas, dibujos o radiografías preparadas para la ocasión, queda claro en Tintoretto el intentó por lograr ese ideal. La única pega es no poder contemplar estos cuadros en el lugar para el que fueron creados. Tal es el caso del Lavatorio, pensado y ejecutado en un iglesia veneciana, allí podría comprenderse mejor su formato apaisado, la disposición de las figuras, las alargadas perspectivas, el extraño punto de vista, que, desde luego, no es el frontal como acostumbramos a ver.
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