lunes, 12 de febrero de 2007

María Antonieta

Cuando María Antonieta, decimoquinta hija de la emperatriz austriaca, María Teresa, se casa con el delfín de Francia tiene quince años y ninguna experiencia sobre la vida real. Hasta entonces su vida ha discurrido entre los palacios de Hofburg, en Viena, y el de Schönbrunn. Ha tenido excelentes tutores, el propio Gluck, que le han enseñado música, baile y una educación a tono con el Siglo de las luces, pero nada sabe de política, economía o asuntos sociales. Es lo que nos cuenta Sofía Coppola en su brillante película, la historia de una joven que en la segunda mitad del XVIII ha tenido la suerte de nacer en una familia donde la vida es un regalo continuo. Vemos la película con los ojos, con los oídos, con el tacto. Lujosos vestidos, abundantes manjares llenos de color, música de época y actual que subraya el gozo despreocupado de unos jóvenes que viven con total irresponsabilidad. La misma que la del estilo que reconstruye, el rococó, que recluido en los salones, muestra la lujuria de lo sentidos. La Coppola transmite esa dulce inconsciencia al espectador que no puede dejar de gozar con ese derroche de naturalezas muertas y de vitalidad. En los minutos que dura la película nos lleva a aquel mundo que vive ajeno a los cambios que se están produciendo fuera de los palacios, amigamos con personajes que no se preguntan si la abundancia que se les ofrece es fruto del azar. No tienen ocasión de que la duda penetre en sus mentes porque Versalles es el mundo y fuera de él no hay nada. Sólo en dos ocasiones topa María Antonieta con la realidad: poco después de la toma de la Bastilla, cuando la multitud le grita a las puertas de Palacio. Su reacción en una prolongada reverencia, puro juego teatral. La segunda vez, cuando ha de huir, con la incomprensión en el rostro, de Versalles, antes de que la detengan para conducirla a la guillotina. De modo sutil el montaje, la escenografía, el maquillaje ha ido variando, oscureciéndose, para mostrar el paso de la energía vital de la adolescente a la dulce inconsciencia y al infantilismo de una adulta que se encierra en el lujo y en el derroche para aislarse de los cortesanos que la envidian, no del mundo exterior que desconoce. La película me parece excelente, no entiendo cómo algunos críticos la han puesto a caldo a propósito de la ausencia de esa realidad que preludia la revolución de 1789, cuando justamente lo que hace la Copola es poner en evidencia dicha realidad por su clamorosa ausencia.

Lost in Translation ya era muy plástica, la historia crecía de modo parecido a través de los gestos, el habla y el ir y venir de los personajes, al ritmo que la música imponía. La sucesión de escenas, que tomadas una a una carecían de sentido, el decorado de neón, las imágenes y sonidos de los anuncios en los muros de los rascacielos en la tarde noche japonesa iban impregnando al espectador.

En una como en otra, el sentido no surge de forma explícita por acciones o dichos sino por agregación de gestos, modos de vestir, ritmos musicales, atmósferas interiores y exteriores. En María Antonieta apenas hay alguna frase significativa, todo lo que se dice es banal, nimio, con un sentido que si aparece es por acumulación, mostrando a los personajes en su salsa tal como debieron ser en la realidad. Puro lenguaje cinematográfico, no aprendemos como en el discurso de un libro, sino como en la plástica y en la música, a través de los sentidos, seducidos o repelidos por las imágenes, llevados y traídos por una música que nos invade.

Qué diferencia con Bobby, otra peli que sigue en cartelera y con igual propósito de recrear un momento histórico. No sé sabe qué ha querido hacer con ella Emilio Estévez, si contarnos el asesinato de Robert Kennedy durante las primarias del 68 o las historias cruzadas de una troupe de personajes encerrados en el hotel Ambassador, al estilo Gran Hotel. Todo es un bla, bla, bla que aburre, no se tiene tiempo ni de intimar con tantos actores ni de entender de qué hablan. La diferencia estriba en que la Coppola utiliza las armas del cine y el hermano de Martin Sheen a lo más que llega es a un mediocre telefilm. Una lástima porque ese año, 1968, daba para mucho.


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