Cuando María Antonieta, decimoquinta hija de la emperatriz austriaca, María Teresa, se casa con el delfín de Francia tiene quince años y ninguna experiencia sobre la vida real. Hasta entonces su vida ha discurrido entre los palacios de Hofburg, en Viena, y el de Schönbrunn. Ha tenido excelentes tutores, el propio Gluck, que le han enseñado música, baile y una educación a tono con el Siglo de las luces, pero nada sabe de política, economía o asuntos sociales. Es lo que nos cuenta Sofía Coppola en su brillante película, la historia de una joven que en la segunda mitad del XVIII ha tenido la suerte de nacer en una familia donde la vida es un regalo continuo. Vemos la película con los ojos, con los oídos, con el tacto. Lujosos vestidos, abundantes manjares llenos de color, música de época y actual que subraya el gozo despreocupado de unos jóvenes que viven con total irresponsabilidad. La misma que la del estilo que reconstruye, el rococó, que recluido en los salones, muestra la lujuria de lo sentidos. En una como en otra, el sentido no surge de forma explícita por acciones o dichos sino por agregación de gestos, modos de vestir, ritmos musicales, atmósferas interiores y exteriores. En María Antonieta apenas hay alguna frase significativa, todo lo que se dice es banal, nimio, con un sentido que si aparece es por acumulación, mostrando a los personajes en su salsa tal como debieron ser en la realidad. Puro lenguaje cinematográfico, no aprendemos como en el discurso de un libro, sino como en la plástica y en la música, a través de los sentidos, seducidos o repelidos por las imágenes, llevados y traídos por una música que nos invade.
Qué diferencia con Bobby, otra peli que sigue en cartelera y con igual propósito de recrear un momento histórico. No sé sabe qué ha querido hacer con ella Emilio Estévez, si contarnos el asesinato de Robert Kennedy durante las primarias del 68 o las historias cruzadas de una troupe de personajes encerrados en el hotel Ambassador, al estilo Gran Hotel. Todo es un bla, bla, bla que aburre, no se tiene tiempo ni de intimar con tantos actores ni de entender de qué hablan. La diferencia estriba en que

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