Inland Empire pretende ser una película compleja, al menos formalmente. Y lo es, aunque eso no necesariamente redunde en mayor y más amplio significado. Desde mi punto de vista, desnudo de referencias, de momento, David Lynch ha querido hacer una especie de Meninas del cine. Ha cogido una historia bastante simple, dos actores se implican en el remake de una peli que no se llegó a completar porque sus protagonistas fueron asesinados. Casados ambos, impelidos a enamorarse, se ven metidos en una historia en la se funden realidad y ficción, lo que a ellos les pasa y lo que les pasa a sus personajes es lo mismo. Saben lo que les va a ocurrir porque ya sucedió y se lo han anunciado y aún así persisten en sus acciones porque no pueden hacer otra cosa (al comienzo, una Kundry wagneriana, o una sibila, la extraordinaria Grace Zabriskie, en la para mí mejor escena de la peli, ejerce de pitonisa ante la asombrada, y omnipresente, Laura Dern, que sin embargo nada hará para que no se cumpla lo que tiene que pasar). La complicación está en la manera de contarlo. Un mujer ve en su casa una sitcom televisiva, en la que los actores tienen cabeza de animal a la antigua manera de los dioses egipcios, pero esas máscaras, en su descarnado plató (como en las Meninas), esperan a lo Becket, que los actores y personajes del remake irrumpan y las cosas sucedan, y a ella misma le pase la vida. Los espectadores invisibles sueltan carcajadas a destiempo, mientras la mujer, única espectadora visible, llora (no necesariamente de tristeza), porque sabe que lo que ve es lo que sucede o lo que sucederá. El presente el pasado y el futuro se mezclan, así como la realidad del espectador, la de los actores y la de los personajes. Una especie de cubismo fílmico, en el que se pretende mostrar simultáneamente las tres edades del tiempo, el interior y el exterior de la pantalla, actores, personajes y espectadores. Todo ello contado con una cámara digital, una handycam sony, con la que el propio DL recorre los escenarios, mejor el escenario, esa isla interior del título, Inland Empire, como en las Meninas, de sucesivos planos de profundidad temporal. Al principio ese ojo del espectador, el pincel de Velázquez, contempla realidad y ficción de forma separada, planos largos, estáticos y más limpios para la primera, primerísimos planos, de forma oscura, granulada, dinámicos, la segunda, luego se mezclan en ese ensayo de explicar o confundir los estados (realidad / ficción) en el que el mundo de la representación televisiva nos ha metido. Tema tan viejo como el mismo cine (desde Frankenstein a Matrix o El Show de Truman), aunque DL quiera ser heredero del barroco o del cubismo, pero si estos nos ayudaron a entender nuestro modo de percibir las cosas, está por ver si lo que DL pretende llega a buen puerto. Idea amplificada con el juego de puertas continuo, fronteras de tiempos y espacios (mundos) paralelos; juegos de espejos, pantallas televisivas que replican al actor en personaje o al pasado en futuro, o al revés. En diversas ocasiones los actores están a punto de mirar de frente al espectador de la sala, como en las Meninas, para abducirle, pero sólo ocurre una vez, dos ángeles putas, desde ambos lados de la pantalla, miran de frente, porque DL cree que no hace falta mostrar lo evidente, que no hay espectador, que no hay frontera, que vivimos permanentemente abducidos. La peli está llena de referencias cinematográficas (del Hitchcock surrealita y daliniano, a la fantasmagoría del Kubrik en Eyes Wide shut, pero sobre todo las propias atmósferas oníricas, en especial las de su serie televisiva Twin Peaks), pictóricas (expresismo, Hopper, Francis Bacon, Warhol), por no hablar de las filosóficas (Baudrillard, Derrida), o las psicoanáliticas, más fáciles de detectar pero más inconsecuentes.
Mediada la peli un personaje dice lo que DL parece pretender, “los hombres cambian, no, no cambian, se revelan”. Frente a la profundidad con que soñaban los escritores, la levedad de la luz y el color de los pintores, ahora la espiral (quizá mejor centrifugadora) de las imágenes en movimiento, esa es la estirpe de la que DL se reclama. De la desmedida ambición de DL es difícil saber qué queda, me falta distancia, la he visto una sola vez, he admirado unas secuencias, otras me han aburrido. DL quiere inaugurar una nueva forma de representación en el arte, ya no la imitación de la realidad, tampoco lo que querríamos ver, sino lo que, mediante imágenes, se revela ante nuestros ojos. Decía Derrida, "No hay nada fuera del texto". DL, con Baudrillard, parece decirnos, “las imágenes, eso es lo que hay”. Si Velázquez llegó al máximo en la representación de la profundidad en un espacio bidimensional, DL no quiere ser menos y dice revelar la complejidad de la vida en una cinta de video, puesto que la vida es imágenes en movimiento, nada más.
La autoparodia, propia del artista posmoderno, está presente de diversas formas (las cabezas de animales de la sitcom; la burla con mono al final, “qué bello es el mono” (¿la peli, el propio DL, su teoría?); en el propio director del remake que se está rodando, que advierte a los actores de lo que les va a pasar contándoles lo que sucedió, estupendo Jeremy Irons, burlonamente desorientado. Sin embargo, la peli no es suficientemente irónica como para pensar que DL no se toma a sí mismo y a sus pelis en serio.
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