Las encuestas, que ofrecen mínimas variaciones en la posibilidad de respuesta, donde el matiz es casi imposible, son uno de los mejores ejemplos de falsificación con que cuentas todos esos científicos de lo humano.
He tenido ocasión de comprobarlo recientemente. Pude responder a una encuesta telefónica, en horario laboral, gracias a que la gripe me retenía postrado. He ahí el primer síntoma para dudar de su fiabilidad, ¿tienen en cuenta los encuestadores telefónicos alguna vez a la población activa?
Este encuestador, probablemente por encargo de políticos, estaba interesado en mi grado de satisfacción por vivir donde vivo. Después de una retahíla de cuestiones, guardaba para el final la traca que tantas veces aparece en los estudios y proclamas del trágala identitario. “¿De las posibilidades que siguen, en cuál de ellas se considera Vd. más cómodo?”, me preguntó. "Tan español como catalán", "más español que catalán", "sólo español", "sólo catalán" "más catalán que español"
Si me hubiesen permitido el matiz yo hubiera dicho: me gusta vivir en el área de Barcelona porque es un espacio abierto, donde se mezclan creencias y formas de vida diversas sin grandes encontronazos. En ella me encuentro libre del control social y puedo hacer una vida independiente, sin embargo, el nacionalismo a veces me ahoga, lo que explica que Cataluña sea vista a menudo con antipatía. Me siento cómodo en España porque los políticos de la transición consiguieron crear el marco adecuado donde lo privado puede seguir siéndolo sin la invasión de lo público, dejando atrás las ideologías obligatorias que durante muchas décadas amargaron la vida de nuestros antepasados, lo que hizo de España sinónimo de exótico y reaccionario. Me gusta Europa como continente superior, porque después de haber estado asociada a episodios de muerte masiva (guerras mundiales, nazismo, estalinismo) durante un siglo, ha vuelto a tradiciones más vitalistas que promueven la libertad, la justicia, la solidaridad, aunque echo en falta una unidad mayor que le permita implicarse en la solución de problemas más globales. Si me lo hubiese permitido el encuestador, le hubiese dicho que me podría encontrar igualmente cómodo en otras ciudades próximas como Madrid, Roma o Berlín, o de otros continentes como Buenos Aires, San Francisco o qué sé yo, si el viento del azar que sopla donde quiere allí me hubiese llevado. Pero como no podía matizar, le dije simplemente que no me reconocía en ninguna de sus respuestas posibles.
Nota al pie. Ni siquiera somos dueños de nosotros mismos. El libre albedrío no existe, dicen los neurocientíficos, sólo es una percepción. Tenemos la sensación de ser libres, pero somos una máquina de carne que actúa por su cuenta. Entonces, ¿no somos responsables de nuestras acciones? Bueno, parece que nos quedaría la percepción, algo retardada, de lo que hacemos y, a través de ella, el poder de veto sobre lo que el cerebro inconsciente ha ordenado antes.
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