No me gustaría ser injusto con Orhan Pamuk, y supongo que le daré otra oportunidad, pero la lectura de su Me llamo rojo se me hizo muy cuesta arriba. Hay libros que lees por placer, los escoges al azar o te ha llevado a ellos una recensión o un comentario elogioso o bien esperabas su edición con ganas porque otros libros del mismo autor te habían complacido. Pero hay otros a los que te enfrentas casi por obligación, la presión mediática, la abusiva publicidad -del grupo PRISA en este caso-, los premios que reciben. Es lo que me puede haber ocurrido con este autor turco, reciente ganador del premio Nóbel. Ya se sabe que hay muchos más premios Nóbel olvidados que los que aún mantienen ediciones vivas, pero siempre cabe la posibilidad de que te descubran un autor con cosas interesantes que decir. En este caso además jugaban en su contra el temor a que la concesión del premio estuviese ligada a la práctica correcta de las cuotas. Una Turquía que integra el Islam en la democracia, que se acerca a Europa para modernizarse, bien merecía el reconocimiento de ese premio. Si el autor es además crítico con el nacionalismo imperante en el país de Ataturk miel sobre hojuelas. La fama le llegó, antes del Nóbel, por la corriente internacional de apoyo con motivo de su enjuiciamiento por “denigrar a la nación”. Pamuk había declarado a un diario suizo que “treinta mil kurdos y un millón de armenios fueron asesinados en Turquía pero nadie, excepto yo, se anima a hablar de este tema”.
Lo que pasa es que la literatura, como el arte, no juega con componendas. Tener éxito, tener fama, obtener premios no es sinónimo de excelencia artística. Ser buen escritor no tiene nada que ver con ser buena persona o adoptar la posición política más correcta.
Todo en la novela, sin embargo, predisponía a una lectura amena y trepidante: el asunto, un sultán que quiere verse inmortalizado en un lienzo en una cultura que prohíbe la figuración; la trama, el asesinato de uno de los pintores que tratan de dar forma al deseo del sultán y la técnica de las pequeñas historias que se van enlazando, ya tratada con éxito en la tradición árabe de Las Mil y una Noches. Aún no sé por qué no pude avanzar más allá del primer tercio del libro. La sensación de haber leído algo parecido muchas veces, quizá, el afán del autor por mostrarse moderno, el querer contar demasiadas cosas, mezclando el arte de la miniatura, el fanatismo religioso, el amor, el poder, propio de bestsellers de un autor que no quiere hacer bestsellers. Al final, si un libro fracasa la culpa la tiene el escritor o en menor medida el editor, pero puede ocurrir que a veces sea el lector el que no lea con los ojos limpios. Es la sensación que he tenido yo en este caso, probablemente mis prejuicios han pesado demasiado. Hacer una crítica severa de este libro me parecería injusto.
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