Estos son días en que se
hace recuento de las mejores películas, los mejores libros, las mejores series.
También debería hacerse recuento de las mejores y peores acciones. Acaba de
llegar al streaming una de las consideradas mejores cintas (¿todavía alguien lo
dice así?) del año, Una batalla tras otra. Paul Thomas Anderson es uno
de los directores que siempre está ahí, al menos, en mi caso, desde Magnolia,
aquella película en que llovían ranas (recuerdo salir del cine entusiasmado).
Un director en busca de la complejidad. En su cabeza bulle la historia del cine
con la voluntad de ser uno de sus eslabones necesarios. Dejar huella, marcar
rumbo. En eso se parece al recientemente fallecido David Lynch. Viendo Una
batalla tras otra me venían imágenes de las películas de David Lynch. El
problema de uno y otro es que se pierdan en sus mundos fantásticos, alejándose
de la realidad. Las obras grandes son las que no desconectan.
Después de Magnolia
vinieran películas como Pozos de ambición, The Master, El hilo invisible
(Phantom Thread) o Licorice Pizza, todas con el mismo defecto ‘genérico’,
hechas para agradar a los críticos de cine, para llevarse premios, un mundo por
encima del real, sin anzuelo que lo enganche.
Ese, creo, es el problema
de Una batalla tras otra. Así como hay un
género en la literatura, el literario (escribir bonito), también lo hay en el
cine, el fílmico o el cinematográfico: autorreferencial. En Una batalla tras
otra hay grandes actores representando a personajes, desde mi punto de
vista, sin hondura, es el caso de los tres más famosos: Leonardo DiCaprio, Sean
Penn o Benicio del Toro, personajes que no encuentran correspondencia en la
realidad y sin evolución, es decir, caricaturescos.
Es un thriller con mucha
acción, muy entretenido - la película se ve sin decaer la atención -, pero sin
que te sientas implicado emocionalmente. Las referencias a la realidad son de
cartón piedra: el grupo revolucionario de los 70 con que comienza la película
aparece sin contexto. Las referencias posteriores al racismo o la inmigración como
situadas en otro planeta. Mucha gente se ha quedado con la secuencia final de
la persecución de coches en la carretera ondulada que se rodó en un paraje del
sur de California. La ondulación invisibiliza a los coches y permite un golpe
de efecto, lo que dice mucho del valor de la película, cuando lo que se busca por
encima de todo es golpear la atención del espectador.
En general, el cine y las
series que se hacen en Estados Unidos, en la actualidad, construyen una
realidad despegada. Hay que volver a las películas pequeñas que se hacen en
otras partes para entrar en el mundo real. De los grandes autores se espera
algo más que superponer un mundo inventado al real.
Solo por la luz, una luz
raída, desgastada, que te remite a un pasado que no llegaste a vivir, pero que
te resulta verosímil, ya le gana Sueño de trenes, la película que te
propongo por comparación (Netflix). Añádele el ruido, la inclemente música metálica
de la primera frente a la humilde, casi silenciosa musicalidad de la naturaleza
de la segunda. Y el tacto, y el olor. En Sueño de trenes hay tacto y se
adivinan olores, en Una batalla tras otra todo es luminoso y visual.
En las películas falta todo sobre el olor, el que nos abre la puerta a la vida y el último que se desvanece. No tenemos un vocabulario preciso de olores como lo tenemos de colores. En una novela puedes hacer paráfrasis, decir ‘olor a aceite de rosas’, ‘apesta a gasolina’ o utilizar palabras genéricas (aroma, fragancia, hedor). Cómo lo trasladas al cine.
En los grandes premios
anuales estará Una batalla tras otra, cosa que no ocurrirá con Sueño
de trenes.

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